Y ANTIHUMANISMOS. PERSPECTIVAS DESDEHUMANISMO LA EDUCACIÓN.
Adriana Menassé
Presentación
La cuestión educativa es y ha sido uno de los temas fundamentales del pensamiento y, en cualquier sociedad, constituye una preocupación radical. La paideia, la discusión en torno qué debemos transmitir a los nuevos miembros de la familia humana es algo tan medular que algunos han llegado a considerar a la filosofía entera como “una teoría general de la educación”, el esfuerzo de reflexión más extenso y general que realiza una sociedad sobre sí misma. La pregunta por la educación nos obliga a decidir qué es lo que consideramos valioso de nuestra cultura, qué actitudes y comportamientos nos parecen provechosos, qué ideales nos resultan irrenunciables; en breve, a qué tipo de sociedad aspiramos y qué tipo de disposición y cualidades queremos inculcar en los jóvenes que nos tomarán el relevo. Educar es humanizar en el sentido estricto de que la cría del homo sapiens solo se convierte en miembro de su especie, en ser humano, por la vía de ser reconocido por sus progenitores y por la sociedad en la que habita como tal. “Humanizar”, convertir en humano, pasa entonces por ese proceso en el cual se introduce al retoño de la tribu o de la sociedad en la gama de prácticas y saberes que lo convertirán en un integrante cabal de su tiempo y de su grupo. El lenguaje es, ciertamente, la parte sustancial en ese desarrollo, entendiendo por tal no solo lo que corresponde a la comunicación lingüística directa, sino al conjunto de ritos, metáforas y asociaciones que compone nuestro universo simbólico. El tabú del incesto, mandato originario de la cultura, instituye la prohibición que interrumpe la mera procreación para establecer, frente al orden natural, la secuencia de las generaciones: padres, hijos. A esa transmisión de una generación a otra de los sentidos que nos conforman como seres sociales inscritos en un horizonte y abocados a ciertos propósitos, le solemos llamar “educar” en un sentido amplio.
Los orígenes proto-humanos: Julian Jaynes
Es frecuente suponer que la educación arcaica del homo sapiens se reducía al cuidado que conlleva el afán de preservar la especie y a un principio imitativo que comparten los humanos con otros animales; ese principio estaría en la base de la adquisición de los hábitos elementales, aunado a la ternura que inspira la vulnerabilidad de una criatura pequeña. Las crías imitan las acciones y actitudes de sus referentes adultos y, de manera implícita, las consideran estimables. Parecería no haber en los principios de la evolución humana más elaboración mental que la repetición: la práctica y el gesto iterativo operarían como cuerda de transmisión del grupo. Según los fascinantes estudios del neuro-psicólogo Julian Jaynes, esto bien pudo ser así; salvo que en la criatura humana surgió la posibilidad de la metáfora. Entonces, sugiere el investigador de Princeton y de Yale basándose en el análisis de múltiples vestigios, en los momentos en que se encontraba en una situación de espanto y peligro, una voz, acaso atronadora, irrumpía en el espacio (aun no articulado como espacio interior) para indicar la vía de acción que se debía tomar. La lenta constitución de nuestro lenguaje, de nuestra humanidad propiamente dicha, habría sufrido esos espasmos de alucinaciones auditivas en los que se gestionaba la significación. Voces o visiones atribuidas a poderes sobrenaturales arrollaban el espacio en el momento en que una tensión o perplejidad insuperable paralizaba al grupo. De esa forma se configura una base de conductas y mandatos que habrán de ser acatados obligatoriamente, e incluso, como sabemos por los mitos, las voces podían “revelar” técnicas de construcción o aprovechamiento de la naturaleza que le aportaran comodidad y seguridad al clan. Según el autor, tal era el efecto de la mente bicameral, la estructura general del cerebro humano antes de que existiera una conciencia como la conocemos ahora. No me extiendo sobre este tema y sobre las sorprendentes investigaciones del Profesor Jaynes sino para indicar que la base de humanización que da forma a nuestra especie hubo de atravesar un larguísimo y complejo proceso antes de poder preguntarse por el objeto y finalidad de su conocimiento.
Nuestras interrogantes
Y en efecto, todas las sociedades se han ocupado de preparar a sus jóvenes para ocupar los puestos y realizar las acciones que se esperan de los individuos adultos en esa sociedad. Hay que señalar que a lo largo de la historia y en todas las latitudes, la educación se impartió según criterios diferenciados por estamentos o clases sociales preparando a los jóvenes según el trabajo al que estarían, literalmente, destinados. En la mayoría de los casos, las niñas eran educadas en su casa o en el templo y, a diferencia de los varones, no asistían a la escuela ni se consideraba necesario hacerlas depositarias del saber acumulado de la comunidad.
Las sociedades transmiten su visión de lo que se espera de sus miembros, sus valores, prohibiciones y mandatos. Pero ¿qué pasa en una época de transición, de crisis civilizatoria, cuando las referencias que le han dado sentido a un largo periodo histórico se desdibujan? Dichas épocas ponen en entredicho muchos de los principios hasta entonces aceptados, mientras no acaban de vislumbrarse los nuevos derroteros. Este parece ser el caso de nuestro presente, época que se tiende entre el inmenso legado de un humanismo cada vez más impracticable, la controversia radical a la que se le somete, y los destellos de un horizonte que cuyos contornos permanecen indefinidos. El humanismo, aquella enorme revolución de la conciencia, dio lugar a la Edad Moderna, esa que todavía constituye el marco de las sociedades occidentales y, en cierto sentido, de la sociedad global. Nuestras universidades, los derechos universales y la idea de una humanidad común que reclama nuestro compromiso son creaciones de la Modernidad. Paralelamente, y por primera vez desde que su espíritu se convirtió en fuente general de derechos y de razones, se nos imponen los límites de sus posibilidades y los efectos negativos que arrastra consigo. Ya no hallamos los ecos de aquel entusiasmo inicial. La rueda del tiempo ha consolidado sus logros, pero también ha dejado ver su cara oscura: la explotación sin límites de los recursos naturales, la instrumentalización del entorno, los límites mismos de nuestro planeta, cierta anomia o pérdida de propósito, entre otros. ¿Cómo educar a los jóvenes entonces? O más generalmente, ¿cómo entender el sentido de nuestros anhelos y voluntades? Muchas cosas han cambiado en la constelación que dio origen a la estructura política, social y moral que conocemos como “Occidente”; fracturada y recompuesta, incluso ajena por momentos, quisiéramos en estas páginas inquirir sus desconciertos. Retomamos la líneas iniciales del libro de Tzvetan Todorov, El espíritu de la ilustración: “Tras la muerte de Dios, tras el desmoronamiento de las utopías ¿sobre qué base intelectual y moral queremos construir nuestra vida en común? Para comportarnos como seres responsables precisamos de un marco conceptual que pueda fundamentar no solo nuestros discursos, sino nuestros actos”. Son estas las interrogantes que apremian nuestras propias reflexiones.
¿Qué es el humanismo?
Como es sabido, el humanismo es el movimiento que florece en los siglos XV y XVI principalmente en Italia y se extiende en toda Europa. Surge, sobre todo, como respuesta crítica a la hegemonía de la escolástica y a los límites impuestos por la dogmática religiosa durante la Edad Media. Una serie de piezas tales como los intercambios abiertos por el comercio marítimo a Oriente Medio y el descubrimiento de las tierras americanas despertaron perplejidades para las cuales las respuestas rutinarias resultaban insuficientes. Si hay tantas sociedades distintas, ¿qué unifica, en realidad al género humano? ¿Podemos señalar con claridad las líneas que separan verdad e idolatría, bien y mal? Brota, entonces, un espíritu de investigación que traza un puente hacia el pensamiento griego y antiguo en general, y que confía en la razón humana como fuente de conocimiento. En ese sentido podemos hablar de un humanismo antiguo de origen griego e incluso de un humanismo medieval, pero cuando nos referimos al humanismo en general, hacemos referencia a la explosión cultural del Renacimiento, a esa conmoción de gran calado y repercusiones duraderas en la cultura de Occidente que encarece la grandeza y dignidad humana por encima de explicaciones sobrenaturales y del conocimiento revelado.
Durante toda la Edad Media, la perspectiva teocéntrica dominó la comprensión del mundo físico así como su dimensión espiritual. Los estudios humanistas comenzaron a llamarse así para distinguirlos de los comentarios a la Escritura y de los tratados teológicos. Frente a la metafísica y la teología, la medicina y la matemática, que conformaban el cuerpo canónico de saberes, el curriculum humanista abordaba la retórica y la poesía, la historia y la filosofía moral. Eran estas las disciplinas llamadas “humanistas” porque se referían a saberes desarrollados humanamente. El humanismo se decantó por la capacidad de la razón humana para el discernimiento ético, y por la noción de valía intrínseca y universal de lo que enaltece a la humanidad en su conjunto. Por su lado, la retórica había de servir para participar en los foros públicos y para convencer a otros a partir de un diálogo racional y no de la autoridad política o eclesiástica, mientras la tolerancia constituía la capacidad para convivir en armonía con la diferencia de opiniones y con la pluralidad. “Nada de lo humano me es ajeno”, había dicho Publio Terencio: los modelos griegos y romanos en el arte y la libre exploración del pensamiento fueron retomados y estudiados, pues reflejaban el ideal de perfección a la que aspiraban los renacentistas. Pero el alma de aquel ímpetu consistió en aseverar que la razón humana era una guía confiable y digna de respeto para orientar al hombre en su aventura existencial. Por fin la ciencia, se pensaba, que hacía por entonces descubrimientos asombrosos, iluminaría el camino del progreso material y moral de la humanidad. A su vez, los sentidos, el cuerpo humano y la belleza volvían a ocupar un lugar privilegiado.
La manera en que se fue extendiendo la fe en el discernimiento y en la razón constituye un suceso de consecuencias incalculables. Una transformación de tal envergadura no ocurrió del día a la mañana: entre la efervescencia que agitara a las sociedades relativamente estables de la Edad Media y la consolidación del humanismo en lo que conocemos como sociedad moderna transcurrió un lapso de cuatro siglos. El humanismo penetró con una fuerza imparable y una confianza irrestricta respecto a las posibilidades liberadoras que era capaz de generar. Hoy la legitimidad de aquel proyecto se ha visto muy disminuida. No es casualidad, por lo tanto, que frente al desmantelamiento de sus radiantes esperanzas, algunos autores intenten una recuperación cautelosa de sus ofrecimientos. No buscan, estos pensadores, acometer una defensa acrítica de dicha tradición, sino ponderar, frente a las consecuencias perniciosas de algunos aspectos de la modernidad, el tejido de libertades, derechos individuales, instituciones y defensas contra la arbitrariedad de poder que, sin ser perfectas ni intachables, le han aportado a la cultura occidental y global, los ejes de una relación cívica imprescindible. Difícilmente podrían las sociedades democráticas renunciar a la protección de los Derechos Humanos, a la libertad de expresión, asociación y movimiento; a la educación universal, al derecho a la equidad de género y respeto a las minorías, a la libertad de pensamiento y religión, así como a muchos otros preceptos y resoluciones que entendemos como patrimonio cultural de nuestra vida social. Remito al excelente repaso que hace el filósofo mexicano Luis Villoro en su libro El pensamiento moderno, filosofía del Renacimiento de las ideas que conformaron este horizonte, esa trama de ideas que emerge en el Renacimiento y se va sedimentando y evolucionando en lo que Villoro llamará una nueva “figura del mundo”.
La más elocuente de estas ideas está referida a lo que podemos llamar “el lugar del hombre en el cosmos”. Si el universo medieval constituía un engranaje bien concertado donde una fuerza soberana garantizaba la precisión con la que se ordena la bóveda celeste y la justicia de su contraparte terrena, el mundo renacentista contemplaba la posibilidad siempre abierta de tal perfección, pero se la confería a la acción humana. Ya no era el mundo un organismo perfecto cuyo núcleo último de sentido quedara en manos de un ser trascendente; el ser humano era ahora encargado de dicha perfectibilidad y el lugar que antes ocupaba entre los animales se desplazó de manera ineludible. Pues a diferencia de los demás seres biológicos, el humano era capaz de modificar y recrear su destino: las condiciones de su nacimiento ya no determinaban enteramente su existencia sino que podía ejercer su razón, su voluntad y albedrío; allí donde los otros habían de atenerse a la necesidad, los humanos podían trazar sus propios fines. Esta condición, nos dice Villoro, constituye el meollo de una nueva dignidad, una dignidad “que ya no consiste solo en ser hijo de Dios, sino creador de sí mismo a imagen de Dios”. La ley moral deja de conformarse a los dictados impuestos por la jerarquía tradicional, para recaer sobre el juicio autónomo del individuo.
El ser humano era ahora el pivote social; la historia (entendida como acción de seres racionales que se proponen metas racionales) toma como motor la emancipación del entendimiento y el progreso de la ciencia, de la vida cívica y de la plenitud personal. El esquema de lo político puede y debe ser transformado con miras a esa meta. De hecho, las revoluciones de los siglos posteriores obedecieron a esa convicción e incluso revueltas menos bulliciosas han sido producto de esa misma confianza. La liga que antes ataba al sujeto a su condición de origen y que constituía el cartabón que necesariamente enmarcaría sus posibilidades de desarrollo (el noble en tanto noble y el artesano como tal), se abre ahora hacia lo que cada quien pueda obtener por su aptitud o mérito. La noción de que la vida individual estaba al servicio de la unidad inconmensurable del cosmos donde en “el gran teatro del mundo” cada quien desempeñaba su papel, cede el paso a otro sentir: ahora los individuos y las sociedades se ven impulsadas a la búsqueda de la realización y de la felicidad personal. Su vida está en sus manos; es su derecho y quizá su deber, transformar las condiciones en las que se inscribe su existencia en algo venturoso. Ningún poder es superior a la libertad y la dignidad; el Estado es el producto de un pacto que los hombres han establecido para alcanzar los acuerdos y objetivos que consideran deseables. Los derechos humanos, derechos individuales frente al poder estatal reclaman una fuerza y una legitimidad que no ha dejado de tener vigencia. Villoro menciona igualmente otras ideas cardinales de esta visión: la relación con el conocimiento y con la capacidad técnica para transformar nuestro entorno, la objetivación matemática del saber y la instrumentalización general de lo que nos rodea. Buscaremos aproximarnos a algunas de ellas más adelante, pero destaco aquí este centro vivo sin el cual no será posible comprender nuestra circunstancia.
Fue este un tiempo de expansión imperial en el que España y Portugal, y después otros países europeos extendieron su poder y sus fronteras. Hacia adentro, la estructura económica pasó del régimen de siervos atados a la tierra bajo la dominación o protección del señor feudal, a un capitalismo temprano que dio lugar a la formación de las ciudades o burgos. Los siervos quedan “libres” para vender su trabajo o, como ha demostrado Marx, su “fuerza de trabajo”. Como el capitalismo, entonces y ahora, es un sistema que funciona sobre la base de una dinámica de acumulación progresiva, los problemas que provoca son enormes. Tampoco la atomización del individuo creado por la cosmovisión humanista en su afán de liberar al individuo de las ataduras familiares, comunitarias, religiosas y de sometimiento al soberano en turno está libre de inconvenientes: cierta conciencia del aislamiento y de la soledad es de sobra conocido, si bien no parece muy deseable reemplazarla por la sumisión que le debe cada uno de los miembros de la familia al sistema de poder jerárquico de las sociedades tradicionales.
La crisis de la modernidad
Culturalmente, sin embargo, el mundo entraba en una etapa luminosa, o quizá podría decir que el ser humano nacía a un mundo dispuesto a su creatividad y a su acción. Nada más expresivo que aquel parlamento de Hamlet, la más célebre de las tragedias shakesperianas, cuando, en medio de su confusión y tristeza, se refiere a la imagen indisputada de la grandeza humana: “¡Qué obra tan extraordinaria es el hombre! ¡Cuán noble en su razón! ¡Cuán infinito en facultades! En su forma y movimientos, ¡cuán expresivo y admirable! En sus acciones ¡qué parecido a un ángel! ¡En su inteligencia, qué semejante a un dios! ¡La belleza del mundo! ¡El parangón de los seres!” El parlamento termina diciendo: “Y sin embargo, ¿qué es para mí esta quintaesencia del polvo?” Aunque en la obra estas palabras tienen un tono casi irónico, es claro que refleja el sentir general durante el auge renacentista. Ningún autor contemporáneo se atrevería a exclamar algo semejante. Nuestra idea del hombre es sombría: estamos dispuestos a creer y a lamentar las peores vilezas de nuestra especie y tendemos a recelar de sus gestos de bondad. El humor de nuestra época está marcado por el desaliento y tiene aires apocalípticos. Poco queda, sin duda, del entusiasmo con el que los siglos XVII y XVIII se representaban el futuro de la humanidad.
Y seguramente no es para menos: la conciencia de dos terribles guerras mundiales, de la destrucción inenarrable que produjo la Primera Guerra y la crueldad despiadada y genocida de la Segunda, deja poco espacio para sostener que la razón es apta como guía y orientación de la historia humana. A su vez, la idea de que el conocimiento y la cultura son garantes de un progreso moral y espiritual mostró ser, en gran medida, ilusorio: algunos de los más altos mandos de los campos de concentración y de las políticas de exterminio eran médicos y abogados, pero también teólogos y filósofos. Nada podrá consolarnos de ese desengaño. Finalmente, el gran proyecto revolucionario, la utopía socialista que inspiró los movimientos emancipatorios de los siglos XIX y XX terminó, como sabemos, en un régimen totalitario y brutal, atado a las más temibles prácticas de control y represión. En esta atmósfera se gesta lo que ha dado en conocerse como post-modernidad.
La post-modernidad concentra una parte importante de las críticas al espíritu confiado de los siglos anteriores. Si bien los límites de su espectro permanecen poco definidos, se caracteriza por disputar con insistencia las certezas modernas. La confianza en un progreso moral continuo se ve resquebrajada por los trágicos acontecimientos y por el despliegue de la irracionalidad asesina que no ha dejado de hacerse presente en otras guerras de alcance más limitado. A pesar de algunos avances en el acomodo internacional, la posguerra tampoco fue un periodo de paz idílica: los reacomodos políticos entre el bloque soviético y el capitalismo liberal a raíz de la Guerra Fría crearon una estabilidad tensa que se prolongó durante más de cuarenta años. Las grandes narrativas de emancipación y progreso continuo de la humanidad se habían agotado.
Igualmente la idea marxista de la historia según la cual la dialéctica económica (el choque entre el desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas y la manera en que se organizaba la producción) daría paso a una nueva etapa en la historia de la humanidad, mostró ser falsa o, en todo caso, menos evidente de lo que había pronosticado. La clase social llamada a traer libertad y abundancia para todos en el contexto de una economía planificada, el proletariado, se fue diluyendo e integrando a las nuevas posibilidades que le ofrecía el capital. Ninguna de las predicciones del marxismo clásico se cumplió. Con todo, la atmósfera cultural de los años 50´s, 60´s y 70’s del siglo pasado, imbuida de ecos socialistas e impactada por el triunfo de la Revolución Cubana favoreció una serie de reformas que otorgaban protección y mejores condiciones de vida a los trabajadores, así como estructuras sindicales, derechos e instituciones que garantizaban su defensa. La revolución socialista, que sí tuvo lugar, como sabemos, fue la que ocurrió en Rusia en 1917 conformándose la Unión de Repúblicas Soviético Socialistas (URSS) que se expandió sobre otros territorios después de la Segunda Guerra. En lugar del socialismo industrial que imaginaba Marx, la revolución realmente existente ocurrió en una sociedad campesina, al igual que la llamada revolución china que tuvo lugar algunos años después. Estos experimentos terminaron en un capitalismo de Estado autoritario donde la disidencia era interpretada como traición a los verdaderos intereses del pueblo y por lo tanto, destruida. Al lado, entonces, de la pérdida de fe en la capacidad racional del ser humano, asomaba en las utopías sociales aquella ominosa sentencia de Goya: “Los sueños de la razón producen monstruos”.
Al final no solo estas perspectivas teleológicas entraron en descrédito; la capacidad de la razón para aprehender la verdad también fue puesta en entredicho: ¿Podía haber alguna certeza realmente? ¿Dónde encontrarla? ¿No era todo, al fin de cuentas, cuestión de interpretaciones, un mero juego de lenguaje, una narración que entra en conflicto o en diálogo con otras narraciones? Ninguna certeza, ni referencia fija; plurivalencia de discursos, imposibilidad de un punto de mira objetivo: el estremecimiento escéptico, el escepticismo que ha acompañado a la filosofía desde sus orígenes en los Sofistas, volvía a hacerse dueño del campo.
Nuevos paradigmas
En los años más recientes advertimos cómo una vaga constelación de motivos va apropiándose del discurso y reclamando una autoridad que deja atrás aquellos aires dubitativos. Ya no hay grandes visiones integrales, pero en los temas que emergen hay un timbre imperioso: ninguna sofistiquería cancela el cambio climático, la pérdida de diversidad natural y la amenaza que acecha la vida en la Tierra. Por otro lado el combate al patriarcado permea las proclamas públicas, los medios, las instituciones y las relaciones personales; el antiguo feminismo de la equidad se articula ahora a la batalla por el orgullo homosexual, llegando a cuestionar de raíz los roles de género e incluso el propio género. Por su lado, el multiculturalismo se estructura sobre líneas y alegatos muy disímbolos, reclamando el reconocimiento de particularidades étnicas y formas de vida tradicional, mientras exige la extensión de los derechos humanos. Así, las luchas prolongan el motivo emancipatorio, mientras se oponen a él con mayor o menor determinación.
Vale la pena mencionar, por último, la vertiente posthumanista o transhumanista que se agrega a estos nuevos paradigmas. El transhumanismo sugiere que la condición humana será superada más pronto que tarde por su fusión con la tecnología, y que el homo sapiens, como tal, cederá su lugar a otra entidad. Ignoramos cuál sea el alcance de estas aseveraciones, pero no es imposible que la Inteligencia Artificial se convierta en el reto más grande que deba enfrentar la civilización que hoy conocemos.
Son estos los motivos que se perfilan como nuevos referentes frente al colapso del humanismo tradicional. Sería largo entrar en estas distintas líneas temáticas, cada una con sus propias contradicciones internas, como corresponde a los movimientos vivos. Baste decir que constituyen un conjunto de “causas” de carácter inaplazable aunque su formulación no siempre resulte consistente. ¿Adónde vamos desde aquí? No lo sabemos. ¿Cuáles de estos caminos para la acción prevalecerán y cuáles habrán de transformarse o disgregarse resulta difícil de prever. Las causas comunes generan corrientes poderosas de adhesión y de sentido, pero si no son advertidas en su complejidad y mixtura, la misma dinámica las arrastra a peligrosas simplificaciones e intolerancias necias. Hacemos, pues, una pausa, una suspensión del juicio frente a las que hoy avasallan el espacio social, para dirigir la mirada, no a los arcanos ocultos en el tiempo, sino al desabrigo, a la fractura, a los llamados que sostienen el sentido.
Atisbos desde el porvenir.
La filosofía como educación.
En su ensayo “La crisis de la educación”, Hannah Arendt apunta razones medulares respecto a los retos de la educación, sobre todo considerados a la luz de la dialéctica entre el principio de conservación y el de transformación que atraviesa a todas las sociedades al menos desde el Renacimiento; desde el Renacimiento, dice, porque, a diferencia del crédito que la sociedad medieval le otorgó a la autoridad del pasado con la fe en que todo acontecer ocurriría conforme a cierto dictado preestablecido, el humanismo renacentista va sembrando la noción de la responsabilidad humana para alcanzar una sociedad equitativa. Hay siempre una dialéctica entre estas tendencias dice, la que busca conservar y transmitir saberes y valores tenidos por deseables, y la que rompe con lo conocido para que irrumpan otras vías de acceso a la justicia. Hacia el final de su ensayo, Arendt compendia su idea y la frase que utiliza repica en nuestro oído con la fuerza de una interrogación. Dice: “En la práctica, la primera consecuencia de esto sería comprender claramente que la función de la escuela es enseñar a los muchachos cómo es el mundo, no instruirlos en el arte de vivir”.
La sentencia de Arendt reverbera contra la costumbre que se ha impuesto en las instituciones educativas donde se identifica la tarea de educar no tanto con enseñar cómo es el mundo, sino con compartir—y a veces imponer por la fuerza de la autoridad—las ideas del profesor. La diferencia entre educar y adoctrinar se desdibuja, y no faltan ejemplos de ello. En su papel de maestro, la tarea educativa no puede consistir en entregar respuestas; la tarea del maestro no es la de fungir como activista; su tarea es la de abrir para el estudiante un campo de libertad, de ayudar a recrear los entornos, a mirar las discordancias en lugar de esquematizar la rica y confusa madeja del mundo. Convertir a los educandos en seguidores constituye, en realidad, una forma de entrenar en la obediencia, comenta.
Sabemos que el concepto de natalidad es decisiva en la obra de Hannah Arendt. Por la natalidad, por la llegada de nuevas generaciones se renueva y se sostiene la vida. Reciben la herencia de un mundo que fue creado siempre antes que ellos, y serán esas nuevas generaciones las que lo vivifiquen restituyéndolo en su frescura. Por otro lado, y siguiendo el argumento de la misma Arendt, podemos decir que el profesor tiene derecho a presentar su posición política o teórica en el ágora de la discusión pública; de presentarla oralmente o por escrito en el foro que lo expone a la crítica. Esta distinción entre el rol del maestro y la tarea del adulto en diálogo con sus pares es crucial para entender la delicada cuestión que se tiene delante, tanto como para ubicar el campo de sus zonas opacas: pues también un maestro educa por su actitud, por sus compromisos y lealtades. Un profesor puede y debe exponer sus posiciones, y al mismo tiempo estimular en sus estudiantes una independencia de pensamiento y rigor intelectual, eludiendo los esquemas pre-establecidos. En todo caso, tal vez la prudencia y el más honesto cuidado formen parte fundamental de esa delicada misión que es educar.
Porque educar no es solamente capacitar a alguien en una disciplina determinada. Sin duda eso es importante, pero como sabemos, nunca la capacitación será equivalente al vínculo que se establece con un maestro que abre el universo a nuestro asombro, que estimula la curiosidad y enciende esa avidez de infinito que es el conocimiento. Y que más que ofrecer soluciones, acostumbra nuestra atención al esmero y nuestra comprensión a la riqueza. El mundo lo recibimos de los otros; será muy difícil, me parece, sustituir esta relación primordial que es la relación con un maestro.
Autonomía/heteronomía: hacia un pensamiento dialógico
Si el pensamiento ilustrado apostó por la autonomía de la razón frente a la uniformidad del discurso dogmático que dominó la reflexión durante varios siglos, trajo consigo, como decíamos, otras dificultades. He señalado dos de las principales: una falta de determinaciones respecto a la razón misma, y una instrumentalización irrestricta del mundo. El laicismo, por su lado, reconocido como una política de Estado en todas las sociedades democráticas, ha suscitado cierto grado de anomia o pérdida de sentido vital, y ha permitido que resurjan integrismos religiosos, muchos de ellos violentos y abusivos de la dignidad de la persona humana. En el otro lado del espectro, pero en el registro de esa misma carencia, se han multiplicado los intentos naturalistas de fundar la conciencia moral sobre el afán de supervivencia de la especie, o en la visión unitaria que sostiene la biología: la moral sería tan solo el producto de la necesidad de sobrevivir y cualquier otra explicación constituiría un engaño. Todo está conectado con todo para la supervivencia del conjunto, se dice. Este enfoque, sin embargo, resulta insuficiente; insuficiente para dar cuenta de aquellos actos que enaltecen nuestra vida y al mismo tiempo atentan contra lo que la prolonga: Antígona, dispuesta a morir para evitar que su hermano quedara sin sepultura, sería un caso paradigmático, pero hay innumerables casos en la vida y en la literatura que confirman este ejemplo. Porque el Todo, dice Franz Rosenzweig, olvida o niega la dignidad de lo particular, de lo mortal: “Solo lo aislado puede morir, y todo lo mortal está solo”. Apostar por el Todo es negar la estricta mortalidad el individuo, la fidelidad de sus riesgos y de sus desgarraduras vitales.
Así, en medio de la turbulencia simbólica que envuelve nuestras sociedades, se hace urgente repensar ese orden de significados que nos permita orientar nuestras certezas. Ya no se trata, quizás, de la autonomía de la razón como guía de nuestras acciones; ya no nos convence el pensamiento escéptico que claudica en su deseo de acercarse a la verdad y renuncia a cualquier referente sólido. Tal vez habrá que repensar otras maneras de fincar nuestra humanidad en aquello que, sin saber cómo, reconocemos como elevado y bueno: la sensibilidad, la respuesta al desvalimiento, la responsabilidad por los otros, la generosidad y la altura ética de nuestros compromisos.
La formulación de Emmanuel Levinas
El concepto de “heteronomía ha vuelto a ponerse en circulación gracias al trabajo de Emmanuel Levinas quien propone una nueva manera de comprender los ejes que definen la vida humana. A diferencia de Kant, para Levinas la razón no sería la fuente última de la dignidad y del sentido, sino que ésta provendría de la capacidad para responder con actos a la vulnerabilidad radical de mi prójimo. Esa capacidad es la que lo “eleva” a una existencia ética. La vida social no estaría dominada por el afán de la preservación natural, como las demás especies; lo que define el tipo de vida que conocemos como vida humana consiste en imbuir la existencia de valor, en sostener una vida que juzgamos valiosa. La ética deja de ser una lista de hábitos u obligaciones prácticas ancladas en cierta noción predeterminada de la esencia humana; brotaría, más bien, de la necesidad de actuar con justicia frente a la íntima desprotección del otro. Eso quiere decir que no es la conceptualización de la esencia lo que determina lo que sabemos del ser y, en este caso, del ser humano, sino que el mundo se articula como tal mundo a partir de la relación ética, a partir de nuestra capacidad genérica para interrumpir el encierro ego-céntrico de la necesidad y preguntarle al otro: “¿qué necesitas, qué puedo hacer por ti?”.
La heteronomía en su versión dialógica, es la respuesta a ese otro que es mi prójimo; es también la respuesta a partir de la cual nuestra presencia amiga restituye la confianza fundamental y la certeza del mundo. En ella se ratifica la vida vivida humanamente; de ella recibe su alegría y su justificación. Tal vez sea la ética la tarea más alta para el ser humano: convalidar con nuestra presencia y nuestras acciones los lazos que sostienen la confianza, la que alimenta nuestra adhesión al mundo, nuestra apuesta por su dignidad y su alegría. No quiere decir esto, naturalmente, que no reconozcamos los fracasos continuos de la moralidad, sino que nos empeñamos en lo que hay de noble y justo, en la vocación de fraternidad y armonía, vocación irrenunciable.
La sociedad capitalista ha fomentado, junto a la gran libertad individual, una ética que busca la felicidad sobre todas las cosas y que, acaso en forma deliberada, confunde la felicidad con el consumo. Una ética heterónoma de la responsabilidad, es decir, una ética que se relaciona con el otro desde la sensibilidad pero también desde un espíritu objetivo, surge como promesa en el corazón de un tiempo que lo ha deconstruido todo. La vida en sociedad es una vida ética, una vida en relación; vida forjada en la responsabilidad e implicada en resguardar la confianza y el agradecimiento. Esa confianza y esa responsabilidad habrán de permitir que el mundo siga siendo, mientras dure, el espacio extraordinario en el que acontece el diálogo.
En síntesis:
--Educar es abrir el mundo a la curiosidad y al asombro; es invitar a mirarlo en su multiplicidad y riqueza; compartir la duda, la contradicción, las respuestas tentativas. Para Hannah Arendt, el papel de la escuela es mostrar cómo llegamos a nuestro presente, y hacerlo con imaginación y rigor. Como insiste igualmente Fernando Savater, Arendt nos conmina a resistir la tentación que ronda a todo maestro de convertirse en guía o en avanzada de sus estudiantes. Un alto y delicado quehacer es, pues, el que comporta la tarea educativa en cuanto que está llamado a estimular el gozo, el ardor de conocimiento, al tiempo que abona la confianza en los propios recursos del alumno. Más que un conjunto de contenidos, o de la mano de ellos, la educación ha de estimular la búsqueda y la disposición creativa al lado de la paciencia y el orden con el que avanza el pensamiento.
--Desde el lugar en el que nos encontramos actualmente, de la mano de pensadores como los que mencionaba y otros muchos, diría que el humanismo renacentista es una pieza clave de la tradición que nos conforma, y que difícilmente podríamos dejar de aquilatar: un envite que recupera el valor de la persona humana frente a la estructura religiosa y jerárquica a la que se opuso, pero sobre todo, que guarda al individuo de la pretensión totalizante que lo acecha en todo momento: el sometimiento a la razón de Estado es sin duda es la más obvia, pero no la única.
Ponderamos y honramos el legado del humanismo ético, aunque al mismo tiempo hemos ampliado su herencia con la conciencia de sus dificultades y de sus límites, pues como ese mismo humanismo no ha dejado de señalar, los seres humanos somos capaces de volver sobre nuestros pasos, somos capaces de rectificar. Y a rectificar muchos de los excesos hemos de empeñarnos con decisión, voluntad e inteligencia en el entendido de que los complejísimos sistemas económicos y políticos de un mundo global no son fácilmente maleables.
--Ciertamente no sabemos a qué retos habremos de enfrentar ni qué desafíos nos esperan. Con todo, sabemos que la tarea más alta de nuestro tiempo, como de todos los tiempos, está dada por la obligación de preservar, en la presencia concreta del otro, la cercanía que le da valor y sentido a la vida que compartimos con los demás. “Somos para el otro”, ha dicho Levinas; nuestra vida surge y se cumple en la relación ética primaria, esa en la que se configura y atempera nuestra especie. No es, por lo tanto, un deber-ser ni una exhortación, sino el presentimiento de justicia que ofrecemos como aval de la certeza y majestad del mundo. A eso estamos abocados; quizás sea eso, lo primero, lo más básico, lo que cumple la tarea de sostener y enaltecer la gratitud que alimenta desde siempre nuestro tránsito.
Referencias:
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