lunes, 12 de diciembre de 2016

El miedo


Víctor Manuel Vázquez Reyes

-¡Permítame explicarme! El miedo (y hasta los hombres más
intrépidos pueden tener miedo) es algo espantoso, una sensación
atroz, como una descomposición del alma, un espasmo horroroso
del pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo provoca
estremecimientos de angustia.
 Guy de Maupassant

Fui de esos niños que jamás sintieron lo que muchos otros comentaban
en la escuela; “tuve pesadillas, sentía miedo de ese señor, no puedo entrar
a ese lugar porque esta oscuro, me da miedo que apagues la luz”…
tonterías… niños bobos, siempre pensé.
Ayer me sucedió algo extremadamente inusual, algo que me dejó un poco
preocupado por no saber exactamente qué fue, a veces siento que me estoy
volviendo loco, el doctor me ha dicho que debo de dejar el alcohol urgentemente
porque según él mi hígado está deshecho, que podría empeorar de
manera drástica y provocarme una cirrosis crónica en pocos meses, me dijo
que él ya sabe que no tengo miedo de nada, pero que piense en mi familia y
demás chantajes usuales, sin embargo, creo que se equivoca en algo, si tengo
miedo de algo.
Me encontraba visitando la casa del bisabuelo, que mis parientes han saqueado
poco a poco a pesar de que el viejo vive, de que nos ha dado todo, su grave
error. Siempre he pensado en que debía controlar los instintos que desde temprana
edad mostraban sus hijos y nietos, yo como oveja negra me he refundido
lejos, he vivido en la embriaguez y en las ciudades y paisajes que me han
regalado las letras del siglo XIX.
Era ya tarde, el reloj marcaba las once en punto, todo estaba polvoso y lleno
de telarañas, estaba en la enorme biblioteca, el único tesoro y lo único que
le importaba a él y a mí, ¿qué les podría interesar a esos salvajes en un cuarto
lleno de libros viejos?.
Me senté en un hermoso diván, acojinado tan cómodamente que daban ganas
de quedarse ahí por buen rato, saqué de mi abrigo a mi fiel compañera y le di
un trago que me hizo toser con gravedad. Me sentía un poco mal al pensar en
que solamente esperaba a que muriera el viejo para apropiarme de sus libros,
sentía repugnancia de mi ser al pensar que me empezaba a parecer cada vez
más a las arpías con las que compartía sangre.
La vasta biblioteca albergaba centenares de libros de todas las edades, había
ejemplares variados, pero había libros tan valiosos como los copiados a mano
y algunos pergaminos de la edad de… escuché un crujido bastante raro, lo
achaqué a los muebles vetustos, la madera siempre tiene esos sonidos orgánicos,
esos pequeños crujiditos que por la noche y a solas pueden desconcertar.
Me acerqué a su enorme escritorio, me sentía a gusto por haber ingerido una
buena cantidad de ron por la tarde y me disponía a dormir, sin embargo, quería
venir a echar un vistazo de que todo siguiera aquí, ya que una extraña
preocupación me asecha de vez en vez. Me senté en su silla, el cuero estaba
tan raído que se podía tocar la madera en el centro, aunque también era cómodo
estar sentado ahí, estaba unas anotaciones empolvadas en el escritorio,
era la letra del abuelo y estaba manchada de algo extraño que yo aseguré era
sangre, en ese momento sentí un ligero escalofrío, me disponía a leer la carta
que decía en resumidas palabras que lo embarga una culpa absoluta de haber
falsificado el testamento de su padre y que no seguiría con todo lo orquestado
por el grupo mayor de la familia.
No me sorprendió del todo, en esos momentos había terminado de releer y
analizar los estragos de la culpa, el grado al que podía penetrar en las entrañas
del ser, tema del más reciente artículo que escribí.
Me disponía a salir de la habitación porque la bebida se había terminado,
no sé porque pensaba que pudiera encontrar algo más de lo ya conocido
en esos cajones del escritorio; abrí el primero y encontré el abrecartas que
siempre me encantó cuando era niño, hermoso artefacto con una cabeza
de león tallada en el mango y unos ojos rojos de diminutas piedritas parecidas
al rubí. Lo guardé en mi bolsillo, la vieja pipa fumada al grado de
parecer carbón de igual manera la metí en mi abrigo. Trataba de abrir el
segundo cajón pero parecía atorado, jalé con fuerza y mi instinto me llevo
a introducir una vieja regla que estaba sobre el escritorio por las ranuras
del cajón para sentir si había algo que impidiera el poder abrirlo, un ruido
estruendoso me sorprendió e hizo que mi corazón se agitara, un libro cayó
de uno de los estantes y azotó fuerte en el piso.
Yo seguía tratando de abrir el cajón pero no cedía, parece que jamás se abriría
hasta que escuche un pequeño golpecito, sentí cierto alivio triunfal y empezó
a salir el cajón; en ese momento una mano salió de ahí y me sujetó la parte
superior de la muñeca derecha, grité asustado y con tanta fuerza quería despegarme
que sentí que arrastré un poco el escritorio, sentí algo indescriptible,
algo que nunca en la vida había sentido, la angustia en su mayor grado de gravedad,
la desesperación absoluta, saqué como pude el abrecartas del bolsillo y
acuchillé brutalmente esa cosa espectral que me jalaba hacía el cajón, me solté
y salí corriendo cruzando la puerta.
Me miraban con extrañeza, continué derecho a la salida de la casa, mi mirada
perdida desdibujaba esa horrible escena.
A media cuadra del lugar había una cantina, la más antigua de la ciudad, entré
y pedí una botella de ron, el más barato, tomé solo hasta vaciarla y quedar
dormido sobre la mesa.
XII/IX/MMVI

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