lunes, 11 de julio de 2016

JUAN RULFO: EL ÚNICO Y SU PROPIEDAD



Francisco H. Sotelo
Para Blanquita, Mónica, Toño y Ramón, ángeles guardianes de doña Carmen, mi madre

Narra Juan  Rulfo que cuando se estableció el  Centro Mexicano de Escritores, en 1953, con parte de la segunda promoción de becarios (entre ellos Juan José Arreola, Alí Chumacero,  Ricardo Garibay, Miguel Guardia y Luisa Josefina Hernández), cada miércoles por la tarde se reunían a leer  y criticar sus textos en una casa de la avenida de Yucatán. Presidían las sesiones Margaret Shedd, directora del centro, y su coordinador, Ramón Xirau. En mayo de 1954 –prosigue–  compró un cuaderno escolar y apuntó el primer capítulo de una novela “que durante muchos años había ido tomando forma en mi cabeza”; “sentí –expresó--por fin haber encontrado el tono y la atmósfera tan buscada para el libro que pensé tanto tiempo. Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules”. Después de hacer otras tres versiones, “que consistieron en reducir a la mitad aquellas 300 páginas”, les presentó su trabajo a sus colegas, quienes le decían “vas muy bien”. El único que no estaba de acuerdo era Ricardo Garibay,  quien, “siempre vehemente, golpeaba la mesa para insistir en que el libro era una porquería”. Coincidieron con él algunos jóvenes escritores invitados a nuestras sesiones. Por ejemplo, el poeta guatemalteco Otto Raúl González me aconsejó leer novelas antes de sentarme a escribir una. Rulfo añade, no sin ironía: “¡Pero si leer novelas es lo que había hecho toda mi vida! Otros encontraban mis páginas muy faulkerianas, pero en aquel entonces yo aún no leía a Faulkner”.
Evoco ese texto con el propósito de abordar la relación de Juan Rulfo con William Faulkner.
Desde la aparición de Pedro Páramo, en 1954, diversos críticos señalaron que esta novela tenía una deuda notable con el autor de El Sonido y la Furia.
Pese a que Rulfo a lo largo de su vida nunca dejó de insistir en que no había leído a Faulkner cuando la escribió, los comentarios de referencia no cesaron. Desde Carlos Fuentes, pasando por Emmanuel Carballo,  hasta el citado Vargas Llosa –aparte de cientos de críticos- la leyenda continuó.
Al cumplirse veinticinco años de la publicación de dicha novela, en una entrevista para el diario Excélsior, el escritor declaró: “Por ahí se dice que hay influencia de Faulkner en Pedro Páramo. No es verdad, porque cuando escribí Pedro Páramo no conocía a Faulkner”.
El crítico Emmanuel Carballo, gran amigo de Rulfo, no le creyó tal versión.
En el ensayo “A 20 años de la muerte de Juan Rulfo”, comentó lo siguiente: “Aquí la vanidad ciega a Juan. Principio por lo anecdótico. En 1953 Juan y yo intercambiamos libros: yo le di un tomo, que él no poseía, de los Anales del Instituto  de Investigaciones Estéticas de la UNAM y él a cambio me cedió un ejemplar sudado y manchado por la lectura de Las Palmeras Salvajes”. Enseguida evoca una tesis de James East Loby (intitulada “La influencia de Faulkner en cuatro narradores hispanoamericanos”), un norteamericano que cursó estudios en la Escuela de Verano de la UNAM, en 1957, en la que habla de la influencia del autor sureño sobre Rulfo. Escribe Carballo que Irby, encuentra “la influencia faulkneriana (…) en la estructura caótica, en el uso de un narrador testigo en la  revisión fatalista del pasado y en la selección de un segmento arcaico, decadente, de la sociedad para basar la obra literaria”.
Aunque Carballo no se atreve, con las observaciones anteriores, a deslizar la idea de que Rulfo mentía al negar la influencia de Faulkner  (¿qué podemos desprender de la frase de que “aquí la vanidad ciega a Juan”, y de la alusión “del ejemplar sudado y manchado por la lectura de las Palmeras Salvajes”?), no se requiere de mucha malicia y perspicacia para comprender que el citado crítico -brillante, por lo demás-  no buscaba otra cosa que poner en entredicho la honestidad del autor de Pedro Páramo.
Roberto García Bonilla, en su  admirable libro Un Tiempo Suspendido, basándose en múltiples fuentes, dedica mucho espacio a la cuestión de si Rulfo había leído novelas de Faulkner antes de escribir sus dos grandes libros. Aunque hace referencia al comentario de Carballo que citamos en líneas anteriores  (agregando otro muy parecido de Antonio Alatorre), termina señalando que “en realidad en las décadas de los treinta y cuarenta en México se sabía poco de la narrativa norteamericana que se puso de moda en la segunda mitad del siglo XX. Rulfo era un lector voraz de autores europeos, sobre todo escandinavos conocidos entonces por los premios Nobel que recibieron”.
No nos detendremos a examinar los pormenores o el anecdotario de dicha cuestión, ya que ello nos obligaría a entrar en el terreno resbaladizo (si es que no pantanoso) del “mundanal ruido” que suele surgir en contrapunto al “santoral” literario.
Haya o no leído Rulfo a Faulkner antes o después de haber escrito Pedro Páramo nos parece absolutamente irrelevante: lo que importa es la estructura de su obra,  sus aspectos esenciales.  ¿Acaso –perdónenos el lector el parangón—no conoció Shakespeare la obra de Marlowe antes de escribir Macbeth, Hamlet u Otelo?...Todo parecer indicar que sí, empero, ¿acaso ello alteró o marcó los aspectos fundamentales de su obra? . ¿Acaso no conoció Goethe el Fausto del dramaturgo inglés antes de escribir el suyo? (Marlowe lo escribió en 1604 y Goethe en 1808)...Hay indicios de que sí, y, ¿acaso tienen algo en común tales obras, salvo el mismo personaje?  El Fausto de Goethe pasó a la eternidad, mientras que el de Marlowe, por más estupendo que sea, no ha dejado de ser una curiosidad para los historiadores del arte.
Es realmente absurdo sostener que hay paralelismos entre los lenguajes
de Rulfo y de Faulkner. El del primero se distingue por sus frases breves, por sus silencios (más adelante volveremos sobre esto), y el segundo por su prosa incontenible, semejante a un aluvión que desborda todo tipo de diques y canales.  Tal como señala José Joaquín Blanco en el ensayo arriba mencionado, en Faulkner encontramos “una corriente verbal barroca —tan prolífica como devoradora— (que) refunde la mayor poesía y la charlatanería lírica o ideológica; el melodrama, la novela policiaca y la novela gótica; los coloquialismos y hasta los balbuceos, el lenguaje de los periódicos, la jerigonza seudocientífica, los neologismos y las palabras raras o ‘simplemente mal usadas’ (Edmund Wilson), la sintaxis loca y el mero fárrago o la  escritura automática: el blablablismo—para mayor desesperación de los traductores—; el profuso coleccionismo paisajístico —aluvión de crayonazos y acuarelas—; la enumeración inventariada de bosques, flores (¡cuántas glicinas!), ganado, animales domésticos, campos de cultivo, aserraderos, granjas, establos; carros, aviones, trenes, armas, almacenes, bancos, oficinas, aparatos, prótesis. Los 15 mil 611 habitantes de Yoknapatawpha y sus antepasados. Y se repiten hasta el infinito en una sintaxis de paréntesis, cláusulas subordinadas a la undécima potencia, espirales, reiteraciones e incluso la mera pedacería giratoria de ecos de la conciencia, que enloquecerían hasta al enmarañadísimo Henry James (especialmente en los dos primeros tramos de “El sonido y la furia”).
El monólogo interior de los personajes de Rulfo no pasa de diez líneas, mientras que en Faulkner hemos detectado frases de  ¡hasta 230 líneas! (recurriendo, en no pocos casos, a los paréntesis, y, en otros, ¡a los paréntesis entre paréntesis!).
Tal parangón no se reduce desde luego a cuestiones de estilo sino tiene que ver, sin duda, con concepciones distintas del mundo y del arte. Tal como expresó cierta vez Jean Paul Sartre: “toda técnica novelesca nos remite siempre a la metafísica del novelista”.
Si el mundo de Rulfo está plagado de silencios, de “murmullos” (no es de ningún modo casual que en un principio, tal como él mismo lo expresó en varias ocasiones, tenía la intención de bautizar con ese nombre a Pedro Páramo; el primer personaje que aparece en la novela, Juan Preciado, se convierte en un alma en pena, que susurra : “Me mataron los murmullos” ; lo mismo sucede con la mayoría de las ánimas que deambulan por Comala,  las  cuales casi no hablan, sino “murmuran” o “susurran”) es porque parte de la cosmovisión, que se remonta al México prehispánico, de que los muertos –válgase la expresión— no mueren (sobre todo “si mueren en pecado”) sino conviven con los vivos, aunque se diferencian de éstos en que “no tienen tiempo ni espacio”.
En la célebre entrevista que concedió a Joseph Sommers, Rulfo comenta, refiriéndose a Pedro Páramo: “se trata de una novela en que el personaje central es el pueblo. Hay que notar que algunos críticos toman como personaje central a Pedro Páramo. En realidad es el pueblo. Es un pueblo muerto donde no viven más que ánimas, donde todos los personajes están muertos, y aun quien narra está muerto. Entonces no hay un límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio. No se mueven en el tiempo ni en el espacio. Entonces así como aparecen, se desvanecen. Y dentro de este confuso mundo, se supone que los únicos que regresan a la tierra (es una creencia muy popular) son las ánimas, las ánimas de aquellos muertos que murieron en pecado. Y como era un pueblo en que casi todos morían en pecado, pues regresaban en su mayor parte. Habitaban nuevamente el pueblo, pero eran ánimas, no eran seres vivos.
De ahí, pues, que no sea de extrañar que en la prosa de Rulfo los silencios desempeñen un papel fundamental. Esto lo comprendió a la perfección Luis Eyzaguirre (University of Connecticut, Storrs), cuando escribe: “Son…los silencios, esos vacíos que se producen entre fragmento y fragmento del relato, los que establecen el principio rector de la novela Pedro Páramo (…) Los silencios se constituyen en el núcleo estructurador de la narración hasta el momento mismo en que ésta se cierra con la muerte de Pedro Páramo” .
   En un ensayo sobre Juan Rulfo, Susan Sontag  cita unas palabras de éste acerca de Pedro Páramo en las que aquel afirma que en la novela “sí hay estructura…pero es una estructura hecha de silencios, de hilos sueltos, de escenas cortadas, en la que todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo” .
A la vez, el estilo parco, “silencioso”, de la prosa de Rulfo,  hunde sus raíces en el habla popular de los campesinos de Jalisco y Colima, cuya cultura dejó una huella indeleble en su vida.  En un excelente trabajo intitulado “lo rural y el lenguaje de Juan Rulfo”, Martha Leticia  Villaseñor García observa: “Oyendo los cuentos de los campesinos sobre las guerras, los bandidos o los fantasmas, cuentos que comenzaban con el invariable  ‘¿Te acuerdas?’, Rulfo fue aprendiendo inconscientemente a valorar la parquedad y la expresividad del habla popular, acostumbrándose a su música y sintiendo gusto por las reiteraciones que comunicaban a este hablar un ritmo fascinante. Rulfo debe a este lenguaje las más importantes impresiones desde su infancia (…)  Su estilo se basa en el lenguaje popular, de los campesinos de Jalisco; lenguaje parco y preciso, frases cortas, pocos adjetivos; lenguaje exacto y expresivo. El diálogo cotidiano, cuidadosamente elaborado. Profunda asimilación del habla popular y la salvación estética de ese lenguaje, unión que explica la riqueza sugestiva de su estilo”.
En la entrevista citada con Joseph Sommers Rulfo señala, respondiendo a la pregunta de dónde proviene su estilo: “Tenía yo los personajes y el ambiente. Estaba familiarizado con esa región del país, donde había pasado la infancia, y tenía muy ahondadas esas situaciones. Pero no encontraba un modo de expresarlas. Entonces simplemente lo intenté hacer con el lenguaje que yo había oído de mi gente, de la gente de mi pueblo. Había hecho otros intentos  -de tipo lingüístico- que habían fracasado porque me resultaban  académicos y más o menos falsos. Eran incomprensibles en el contexto del ambiente donde yo me había desarrollado. Entonces el sistema aplicado finalmente, primero en los cuentos, después en la novela, fue utilizar el lenguaje del pueblo, el lenguaje hablado que yo había oído de mis mayores, y que sigue vivo hasta hoy”.
Obviamente las cosas son más complicadas: Rulfo no se limita a “copiar” el habla popular, sino –perdón por el vocablo- lo “transmuta” poéticamente. Aquí retorno al trabajo de Luis Eyzaguirre, quien, refiriéndose a la problemática descrita, comenta: “En Pedro Páramo se procede, primero, a una desestructuración del lenguaje para reestructurarlo, luego, en el plano del lenguaje poético”.  
Tampoco la reflexión —o mejor dicho, observación—anterior es suficiente para aclararnos la “transmutación poética” del habla popular (no sólo en el caso de Rulfo sino, en general, de todos los autores que se distinguen por su originalidad);esta cuestión  dista mucho de depender solamente del talento o genio del  novelista : también está presente una problemática sumamente compleja que tiene que ver con lo que Ángel Rama denomina –reiteramos-- “transculturación” , vocablo que nos permite superar los enfoques estrechos del colonialismo cultural. Escribe este crítico: “Joao Guimaraes Rosa es indesarraigable de su Minas Gerais, como también lo es García Márquez del área colombiana o Juan Rulfo de Jalisco. Lo que no quiere decir que ellos se conformen al estereotipo que se ha acuñado acerca de sus regiones natales, lo que valdría como una negación del carácter productivo e inventivo de sus creaciones artísticas que (…) postula un rescate de formas a veces desatendidas pero que pertenecen a la configuración cultural de la región, la que ellos reelaboran en las circunstancias derivadas del conflicto modernizador”. Y agrega una observación interesantísima que, lamentablemente  pasan por alto la mayoría de los críticos: este conflicto modernizador “instaura el movimiento sobre la permanencia (…) Pone en movimiento a la cultura estática y tradicionalista de la región enquistada, desafía sus potencialidades secretas reclamándoles respuesta, conmueve los patrones rígidos extrayéndoles otros significados no codificados con los cuales estructurar un mensaje válido para la nueva circunstancia. La literatura que surge en el movimiento conflictivo, no será por lo tanto ni el discurso costumbrista tradicional (…) ni el discurso modernizado (…), sino una invención original, una neoculturación fundada sobre la interior cultura sedimentada cuando ella es arrasada por la historia renovadora”.
A nuestro parecer, tal planteamiento contribuye de manera fundamental a aclararnos lo relativo a la “desestructuración” y “reestructuración” del lenguaje popular.
Ahora bien,  pasando a la “cosmovisión” de Faulkner –sin pretender, desde luego, desbordar los límites de este trabajo–, éste no ocultó en ningún momento sus afinidades con  Shakespeare y la tragedia griega, sobre todo a raíz de la publicación de su cuarta  novela, Sonido y Furia (1929), cuyo título proviene de la conocida frase de Macbeth (“La vida es un cuento narrado por un idiota, lleno de sonido y de furia, y que significa nada”). Ciertamente el fatum (destino) sobredetermina la vida (y la muerte) de sus personajes, cerrándoles toda posibilidad de elección.   No es de ningún modo casual que esta visión trágica haya impresionado a autores como Albert Camus y Jean Paul Sartre, sin duda los más connotados pensadores de la corriente filosófica conocida como “existencialismo”.
El primero escribe : “El estilo de Faulkner, con el aliento entrecortado, las frases interrumpidas, retomadas y prolongadas repetidamente; las incidencias, los paréntesis y las cascadas de oraciones subordinadas, nos proporciona un equivalente moderno, y en absoluto artificial, del parlamento trágico. Es un estilo que jadea, con el jadeo mismo del sufrimiento. Una espiral, interminablemente devanada, de palabras y frases, transporta a quien habla a los abismos de los sufrimientos amortajados en el pasado”. 
Ciertamente el “aluvión” de la prosa faulkneriana tiene que ver con “el jadeo del sufrimiento”, y, podríamos agregar, de la culpa.  La mayoría de sus personajes viven atormentados por la sombra de un pasado  que se resiste a morir, como en el caso de la familia Compson de Sonido y Furia.
Sartre, por su parte, señala: “Salta a la vista que la metafísica de Faulkner es una metafísica del tiempo (…) El pasado nunca está perdido —por desgracia—, está siempre presente, es una obsesión. No se evade del mundo temporal sino por medio de los éxtasis místicos (….) Para Faulkner, hay que olvidar el tiempo (…) Me temo que lo absurdo que encuentra Faulkner en la vida humana lo haya puesto él en ella de antemano. No es que sea absurda, pero tiene otra absurdidad (…) La desesperación de Faulkner me parece anterior a su metafísica; para él, como para todos nosotros, el porvenir está cerrado” 16
El autor de El Ser y la Nada, sin embargo, no compartía la visión fatalista de Faulkner: “Me gusta su arte –subrayó al final del ensayo mencionado— pero no creo en su metafísica: un porvenir cerrado sigue siendo un porvenir”.  Después de todo, Sartre era un filósofo convencido de que el hombre sí podía tener libertad de elección, por más que el destino o las circunstancias lo aplastaran de manera inmisericorde.
Tal vez André Malraux exagera cuando señala (refiriéndose a Santuario) que Faulkner introduce la tragedia griega en la novela policiaca, pero es innegable que sí está presente en obras como Sonido y FuriaAbsalón, Absalón!, y  Réquiem por una Monja.  En las dos primeras  el incesto se yergue como una sombra oscura que atrapa a sus personajes principales (lo cual nos hace evocar al Edipo Rey, de Sófocles). En la tercera, el tiempo aparece como la encarnación del destino (Temple Drake, el mismo personaje que aparece en Santuario, exclama: “Temple Drake está muerta”, a lo que responde el abogado Gavin Stevens: “el  pasado no muere nunca. Ni siquiera es pasado”).
La concepción faulkneriana de que “el pasado nunca está perdido” convierte a sus personajes en criaturas incapaces de escapar a la fatalidad; nada ni nadie los puede redimir, ni la valentía, ni el honor, ni la dignidad.   Al final del relato “Todos los pilotos muertos”, uno de los personajes—–si se le puede llamar así a la voz que externa este comentario—expresa : “La valentía, la temeridad, llámesele como se le quiera llamar, es un destello, un instante de sublimación, y ¡zas! La negrura de siempre….Una astilla de madera, dos centímetros de largo, con una punta embadurnada de fósforo, es más larga que la memoria o el dolor; una llama no mayor que una moneda de seis peniques contiene más ferocidad que la valentía o la desesperación”.
   Esa “negrura de siempre” es la que se apodera de los personajes, la que habla por ellos, la que los somete, razón que explica las frases sin fin, como catedrales góticas cuyas agujas se extienden  hasta un infinito sin contornos, sin fronteras. Alfred Kazin ha penetrado en la médula de la prosa faulkneriana cuando comenta: “La nerviosa dureza y la consciente grandeza de su obra sólo muestran una elaboración de esa confusión interna, ese impulso a meditar siempre en extremos polares. Más significativa ha sido su necesidad de presentar a casi todos sus personajes en un invariable tono de absoluta desesperación y condenación, a extenderlo todo hasta ser más grande que la vida real y, ambiguamente, más trágico, a representarlo todo (cada vida, cada pensamiento, cada acción) como algo inexpresablemente perdido y condenado”.
Volviendo a la problemática que nos ocupa –esto es,  la supuesta deuda de Rulfo con Faulkner–, convencidos estamos de que entre el autor de El Llano en Llamas y el de Palmeras Salvajes no existe parentesco alguno. Entre Yoknapatawpha y Comala no existe nada en común.
Comala es una “Tierra Baldía”, pero está muy lejos de ser la “Waste Land” de Faulkner (por cierto, no son pocos los críticos que hablan de las afinidades entre T.S. Eliot y el anterior).
En  Rulfo hay una tierra seca, sedienta,  destruida,  fantasmal, pero no envuelta en las brumas de la culpa, tal como sucede con el Sur faulkneriano.
En Comala los muertos padecen hambre, abandono, olvido, pero no sucumben a la decadencia, como los personajes de Faulkner.  El “jadeo del sufrimiento” a que se refiere Camus guarda una estrecha relación, a nuestro parecer, con la decadencia. Ésta por lo general conduce al  “retorcimiento” –perdón por el vocablo- del lenguaje, y no sólo en la literatura, sino también en otras expresiones artísticas como la música, tal como sucedió con el Tristán de Wagner, obra en la que éste pone fin a la tonalidad, recurriendo al cromatismo con el afán de estar en posibilidades de incursionar en el territorio inexplorado de la renuncia.
El mundo de Rulfo no está habitado por seres mórbidos, enfermos, sino por criaturas que luchan denodadamente —¿desde la muerte?— por aferrarse a la vida, tal vez como esas plantas del desierto que, sin agua, se esfuerzan por sobrevivir.
Donde tal vez exista un importante paralelismo entre dichos autores es en lo relativo al esfuerzo que emprenden para someter  sus raíces culturales (y aquí volvemos al conflicto entre el discurso costumbrista tradicional  y el discurso modernizador) al influjo del cosmopolitismo, no con el propósito de ceñirse  a sus normas sino con la idea de ensanchar o potenciar las fuerzas de aquéllas.  En su magnífico trabajo sobre Faulkner, Irving Howe observa que “la literatura sureña (Faulkner, Caldwell, Ransom, Tate) nació de una mezcla explosiva de provincionalismo y cosmopolitismo, tradición y modernismo (….) Para que la imaginación sureña estallara en una gran flama tenía que ser estimulada, o excitada, con las presiones de las ideas europeas o norteñas y las modas literarias. Dejándola sola, no es probable que una conciencia regional tenga un resultado específico sino que se dirige hacia un romanticismo aburrido del pasado y, así fracasa en su entendimiento del presente. Sin embargo, una vez que el Sur alcanzó el punto en el que todavía permanecía como una región distinta —a pesar de que ya se agrietaba bajo influencias ajenas—pudo comenzar a producir obras de arte serias (…) Por lo tanto, es insuficiente decir como lo hacen algunos críticos, que Faulkner es un moralista tradicional que arrastra su fuerza creativa desde el mito sureño. La verdad es que él escribe en oposición a este mito lo mismo que lo acepta, que lucha contra él aunque continúa reconociendo su poder y encanto” .
Lo mismo podríamos decir de Rulfo. Su “cosmopolitismo” literario le permitió avizorar horizontes inmensos. De haber permanecido encerrado en los cánones literarios de su tierra natal cuando mucho habría escrito algo superior a El Filo del Agua, de Agustín Yáñez (obra que, por cierto, no siempre es apreciada como es debido), empero difícilmente habría escrito Pedro Páramo, obra que continúa fascinando a propios y extraños. Por ello, reiteramos, nos parece irrelevante si leyó o no a Faulkner antes de dar a luz ese libro:  lo importante  es que haya sido capaz de “procesar” , no sólo la influencia de éste, sino de todos los autores (Joyce, Proust, los escritores nórdicos a que tanto alude como Hamsum, Laxness, etc.) que conoció en sus “años de aprendizaje”.
En síntesis, pensamos que es una exageración el sostener que el autor jalisciense es otro más de “los hijos” de William Faulkner. 
En el libro El Gozo de las Letras, C.W. Zavaleta  observa algo que a nuestro parecer contribuye de manera fundamental para entender, no sólo la relación de Faulkner con Rulfo, sino en general la relación del primero con los demás escritores de América Latina: “Como el hijo de Rulfo, todos vamos galopando por caminos rurales y agrestes de la Sierra Subcontinental.  Tenemos una marca en la frente. Juan Rulfo publicó su libro de cuentos El Llano en Llamas en 1953, pero yo juraría que en un cuento mío de 1951, ‘Discordante’, su influencia ya estaba dada: y lo mismo sucedió al aparecer el volumen de cuentos de Eleodoro Vargas Vicuña, Ñahuín, en 1953; ninguno de ambos pudo haber recibido una influencia directa, porque no habíamos leído El Llano en Llamas antes de escribir los libros.  La geografía  y la historia social de América Latina es una sola,  y por eso unos escriben antes o después sobre los pueblos pobres,  sobre los hombres angustiados,  agónicos o muertos; es casi natural hablar de ellos y mezclarlos con los vivos. Por eso debe uno cuidarse al descubrir influencias de William Faulkner  sobre Rulfo.  Este ya tenía su propio desfile de sufrimientos y de círculos del infierno desde niño; Faulkner le cayó después como anillo al dedo” .
Para finalizar: ¿existe otro mejor homenaje a Rulfo que el tributado por Gabriel García Márquez? Este, en 1978, expresó: “A Juan Rulfo se le reprocha mucho que sólo haya escrito Pedro Páramo. Se le molesta siempre preguntándole cuándo tendrá otro libro. Es un error. En primer término, para mí los cuentos de Rulfo son tan importantes como su novela Pedro Páramo, que, lo repito, es para mí, si no la mejor, si no la más larga, si no la más importante, sí la más bella de las novelas que se han escrito jamás en lengua castellana. Yo nunca le pregunto a un escritor por qué no escribe más. Pero en el caso de Rulfo soy mucho más cuidadoso. Si yo hubiera escrito Pedro Páramo no me preocuparía ni volvería a escribir nunca en mi vida”.

POST SCRIPTUM.-

Aunque, como señalamos en líneas anteriores, nos queda claro que el mundo rulfiano abreva en la cosmovisión del México prehispánico —en donde los muertos conviven con los vivos—, no estaría por demás investigar más a fondo dicha problemática, no para descubrir “influencias” de determinados autores sobre el escritor jalisciense (tal como sucedió con la supuesta influencia de Faulkner) sino, más bien, para encontrar “vasos comunicantes” o “parentescos sugestivos”
Esto es lo que hace de algún modo Juan Villoro al comentar cierto paralelismo entre  Pedro Páramo y Barón Bagge, novela de Alexander Lernet-Holenia. Escribe al respecto: “En su construcción y, sobre todo, en su criterio de verosimilitud, la novela (o sea, Pedro Páramo. F.H.S.) se aproxima a Barón Bagge, de Alexander Lernet-Holenia. En ambos casos, el protagonista enfrenta seres reales cuya única peculiaridad consiste en haber muerto o, para ser más precisos, en haber muerto sin llegar al más allá. Mediada la trama, tanto el jinete del imperio austrohúngaro como Juan Preciado hacen un segundo descubrimiento: si están rodeados de espectros es porque también ellos pertenecen al limbo de quienes se alejan de la vida sin alcanzar la muerte” .
No nos fue posible conseguir dicha novela; “rastreando” por Internet, encontramos la siguiente sinopsis de la misma: “En pleno invierno de 1915, al sur de los Cárpatos, un destacamento de ciento veinte jinetes del ejército austro-húngaro persigue más allá de sus líneas un enemigo inalcanzable. A través de la enorme llanura desolada, sobre la que se cierne un cielo plomizo y una densa niebla cenicienta, la tropa se adentra en un extraño reino poblado de sombras que vagan por la oscuridad y el silencio, donde «ya no sabe uno con certeza quién es el que aún vive y el que ya está muerto; ni siquiera de sí mismo puede uno estar seguro». Veinte años después el barón Bagge, único superviviente de aquel malhadado destacamento, narra cómo en el transcurso de aquella misión vivió la aventura de amor y muerte que cambió radicalmente su vida”. 
Otro posible “ancestro” –digámoslo así– de Pedro Páramo, en lo se refiere al hecho (insólito) de que sean los muertos los principales protagonistas de una obra, lo  encontramos en el relato “Bobok”, de Dostoievski.
Véanse algunos párrafos:  “Pensaba distraerme un poco –dice el personaje central, que por cierto se presenta del siguiente modo: “no soy yo; sino otra persona completamente diferente”—y caí en un entierro. Era un pariente lejano. De todos modos, se trataba de un consejero colegial. La viuda, cinco hijas, todas solteras. ¡Cuánto gastaría sólo en zapatos!  El difunto ganaba dinero, pero ahora sólo les queda una pequeña pensión. Tendrán que apretarse el cinturón. A mí siempre me recibían con desgana. Y tampoco habría ido ahora, de no haber sido un caso excepcional. Los acompañé hasta el cementerio junto con los demás; pero se apartaban de mí y son altaneros. A decir verdad, mi uniforme está en mal estado. Creo que hace ya veinticinco años que no visitaba un cementerio. ¡Vaya un lugar! Para empezar, el ambiente. Llegaron como quince cadáveres. De distintas categorías; hasta hubo dos catafalcos: para un general, y no sé qué señora. Había muchos rostros apesumbrados, aflicción fingida, y mucha alegría sincera (…) Me acercaba a ver los rostros de los difuntos con sumo cuidado, inseguro de mi impresionabilidad. Hay expresiones suaves, y las hay desagradables. Por lo general, las sonrisas no estaban bien logradas, especialmente las de algunos. No me gustan; luego sueño con ellos (…) Me di una vuelta entre las sepulturas. De distintas categorías (…) Eché un vistazo a las fosas. ¡Qué horror!; ¡había agua, y qué agua! ¡absolutamente verde! (…) Es de suponer que estuve sentado mucho rato, e incluso demasiado; es más, me tumbé sobre una larga piedra de mármol en forma de ataúd. ¿Y cómo ocurrió que de pronto empecé a oír voces? Al principio no les presté atención y me porté despectivamente. Sin embargo, la conversación continuaba. Oí unos sonidos sordos, como si las bocas estuvieran tapadas con almohadas; principalmente se trataba de unas voces claras que no procedían de muy cerca. Me despejé, me senté y me puse a escucharlas atentamente (…) Su excelencia, eso no puede ser de ninguna de las maneras. Ha anunciado usted un juego, voy yo y juego, y me viene usted con un de picas. Deberíamos habernos puestos de acuerdo antes respecto a los ases (…) -¿Para qué jugar de memoria?¿Dónde está el atractivo?(…)-No es posible, Su Excelencia, sin un mínimo de garantía no es posible de ninguna de las maneras. Sólo podría hacerse con un comodín y de una sola tirada (…) Pero aquí no encontraremos ningún comodín (…)”.   Y siguen varios muertos más dialogando. Uno de ellos dice: “Aquí (refiriéndose al cementerio) reina otro orden de cosas. ¿Qué otro orden de cosas? Pues que nosotros, por decirlo de algún modo, estamos muertos (…)”.
Y continúan agregándose otras voces y otros diálogos entre los muertos.
Comenta Bajtin, refiriéndose a ese relato: “Los participantes de la acción en Dostoievski se encuentran en el umbral (de la vida y la muerte, la mentira y la verdad, la razón y la demencia), y todos figuran aquí como voces que aparecen frente a la tierra y el cielo”  .  De ahí que infiera que dicha narración es un ejemplo clásico de la “Menipea”, “género universal de las últimas cuestiones”, ya que su acción no tiene lugar únicamente “aquí” y “ahora”, sino en el mundo entero y en la eternidad: en la tierra, en el infierno, en el cielo. Dostoievski, en ese sentido, se habría basado en la “menipea” a la hora de escribir “Bobok”  , y novelas como Memorias del Subterráneo.


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