lunes, 7 de marzo de 2016

PAISAJES


Dios nunca muere, si es blanco

Muere el sol en los montes
Con la luz que agoniza
Pues la vida en su prisa
Nos conduce a morir
Macedonio Alcalá

Juan Fernando Romero Fuentes
The Revenant (dirigida por Alejandro González Iñárritu), con obvios tintes bíblicos, es desde luego también una crítica a la depredación del hombre blanco, sumido en la economía del despojo, que muy de paso nos da una lección de teoría económica: 300 dólares eran una fortuna en el siglo XIX que se guardaba en caja fuerte (claro que si los traen ahora México, lo mismo los guardaríamos).
Hugh Glass, alias el renacido, (Leonardo Dicaprio), es redimido por su amor a una indígena, condición que lo hace menos malo –pero más sufridor- que su antagonista, Fitzgerald (Tom Hardy). El blanco bueno tiene el alma buena y se convierte en un Ulises gringo que repta por la hermosa tierra con dos únicos fines: la venganza y la justicia divina; ambas le son concedidas (Dicaprio, asesorado por Joyce y Nietzsche, afirmó que no se trata de venganza, sino de la lucha interior de un hombre, así hablaba Zaratustra).
Fitzgerald, como además de malvado es analfabeta, no leyó ni la Biblia ni a Esopo, así es que se la pasa bien en el mismo periplo: la belleza de los bosques y los ríos de Norteamérica son un escenario más cinematográfico que el Viejo Oeste, y la extraordinaria fotografía realizada por Emmanuel Lubezki, es digna del Oscar; y quizá también lo merezca la inarticulada expresión del políglota Glass, quien incapaz de hablar inglés, francés o sioux, tiene que emitir sonidos guturales que quizá le enseñó la mamá osa cuando jugaba con él -ya que nunca intentó matarlo, por cierto, en escenas muy bien logradas con CGI-. Glass aprende este sistema expresivo rudimentario y aprende también en su primera resurrección que los animales son muy calientitos, cuando la osa muere encima de él, pero, a pesar  del peso,  él no osa morir. Esta lección le permite más tarde desollar al caballo que naturalmente muere al caer del precipicio, pero, míticamente, el semidios Glass seguirá sobreviviendo a pesar no de dormir desnudo, pero sí de despertar desnudo en temperaturas muy por debajo del cero y a pesar del mal olor que ni siquiera le produce el menor gesto de asco; y en este milagroso despertar y -gracias a plancha express- tener su ropa limpia al lado del amigable y útil caballito.
No sé quien no se decide, pero me inclino a pensar que esta coproducción mexicano-gringa tuvo varios puntos de discusión, pues hay una ambigüedad latente y manifiesta entre el mestizo Iñárritu que celebra la mezcla, y el estadounidense co-guionista  Mark. L. Smith respecto a los indios pieles roja roba caballos, justos, buenos y muy buenos: el hijo Hawk, y el que encuentra desfalleciente a Glass y  le da de comer, lo cura, lo protege inteligentemente de la nieve –no lo entierra- lo abraza como un hermano en el sueño de recuperación; son indios sabios, como lo demuestra el único pensamiento de la mujer de Glass que se repite una y otra vez; y, finalmente, tontos: y los blancos, sucios, mentirosos, débiles del alma, corruptos, podridos –la piel blanca de Glass está podrida- malvados, borrachos, violadores, y, finalmente, justos.     
Habrá que abonarle a Inárritu el mensaje de crudeza y ambición de los colonizadores angloamericanos y habrá que restarle a Dicaprio el mensaje melodramático que nos enfrenta a una película hollywoodense, no a una tragedia.
A los árboles, como al indio Juárez, el viento no les hace nada; a los osos se les roba la piel para irse a vivir a un lugar que aún no existe: Texas, pero que recuerda a México, el delicioso sur  que los gringos, cansados de comer salmón crudo, huyen al cálido amor que proporcionan los hombres y las mujeres indígenas.
Quizá si hubieran hecho un circunloquio hacia el futuro, donde la inteligencia del hombre blanco (expresada en la tecnología) hubiera permitido vencer el problema del calentamiento global, sólo que, sin querer, se les pasó la mano, y enfriaron un poco de más la tierra, y entonces tienen que aprender a sobrevivir en ese hipotético futuro y así encontrar en los indios nativos americanos a sus maestros, que ya sabían convivir con la madre tierra. En esta parábola, los blancos seguirían siendo crueles y muy tontos, y el sistema económico depredador no tendría cambios, pero los verdaderos sabios serían los indígenas que sobrevivieron en y con sus reservas, amando nuestro hermoso planeta.
Xalapa. Ver. 21 de febrero del 2015


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