miércoles, 12 de agosto de 2015

La casa donde salía la luz


Manuel Gámez Fernández
Estuvo profundamente intrigado las primeras semanas de estar viviendo en ese edificio de seis pisos, al mirar noche tras noche a lo lejos, desde la azotea donde se encontraba su cuarto, aquella ventanita entre los árboles por donde salía la luz.
Pero la intriga no se forma ante algo cotidiano, aquella ventanita poseía algo que la sacaba de lo común: la luz cuando anochecía, era de un rojo carmín centellante que marcaba los árboles con esa oquedad que los rojos imprimen a las cosas que tocan y hacia las nueve de la noche la luz salía dorada, tan dorada que los árboles se podían ver como si fueran láminas de oro puro. Y a las doce, cuando el reloj de la Parroquia lanzaba sus campanadas, la luz se tornaba tan blanca que en gran parte del cielo no se podían mirar las estrellas y uno se imaginaba que esa luz tocaba el infinito.

Pero la intriga se hizo aun más poderosa el jueves, cuando decidió  no volver a mirar la ventana y estando acostado en su cama podía distinguir los cambios de color a través de la pared y se tuvo que levantar atormentado ante la posibilidad de una locura prematura.

El viernes amaneció en silencio y en medio de ese silencio descubrió mágicamente el lugar donde su destino se volvería una paloma mensajera.

La casa estaba localizada en un solar sin barda, sin rejas, sin ningún camino aparente que condujera hasta ella, y los árboles eran unos sauces  gigantes que con sus múltiples brazos y su llorosa fronda la protegían de miradas escandalosas.
A primera vista, todo parecía algo tan trivial, como una reunión de magos insomnes, o algún enorme ser extraño irradiando  colores en el solsticio de su pasión. Sin embargo, la noche del sábado mientras el rojo atravesaba la madera viviente y parecía que la savia entraba en ebullición, él caminaba hacia la ventana, con pasos que la hierba disminuía, dispuesto a enfrentarse con cualquier aparición alucinante o algún hechicero celebrando sus ritos entre miles de magos que formaban la luz al realizar sus conjuros virtuales.

Al asomarse, ya no fue capaz de controlar sus actos, penetró a la casa sin necesidad de caminar o moverse del lugar en que estaba: toda su existencia se encontraba allí dentro como un aleph real, girando, evolucionando, estallando en miles de pensamientos y sensaciones que lo transportaron a la niñez y a todas las edades por las que el tiempo lo había conducido anteriormente. De repente se hallaba en túneles olvidados donde nacían las apariciones de los primeros días de su fugitivo existir, se veía dando los primeros pasos y se sentía caminar sobre unas piernas débiles y torpes ,se sentía caer y llorar y se veía de pronto en otra etapa, en otro círculo, en otra imagen de si mismo, donde corría sintiendo el viento y el sudor de su cuerpo, y mas atrás el miedo, la angustia, la risa incontrolable, el sentirse caer infinitamente hacia el olvido, la pasión desmedida del fluir, del vibrar, del continuar viviendo, rodando, deseando, gozando, amando todo lo que lo rodeaba porque inconscientemente lo sabia íntimamente ligado con su persona, hecho para él, creado para él , maravillosamente dotado de si mismo. Y la embriaguez placentera de sus  descubrimientos, del hallazgo de su verdad, de su camino, de todas sus existencias anteriores, siguió pasando como un sueño divino que lo suspendía en su inmaterialidad llevándolo tras invisibles fuerzas superiores que lo arrastraban y le mostraban cara a cara al único y auténtico ser: i él mismo!

Toda la noche duró esa extraña incursión al fondo del olvido. Hasta el amanecer, cuando la luz solar goteaba por los agujeros de la casa, despertó al encanto por el que había pasado.

La realidad continuó pegándose a sus células. Salió de la casa agotadísimo, pero ebrio en su felicidad, dispuesto a proseguir con ese destino que de cualquier manera, en el fondo, era un estallido de alegrías incontrolables.
Durmió dos días completos y al tercero se levantó, sin embargo, con el temor rasgándole el estómago. Todo había sido muy bello y muy cierto, pero no deseaba repetirlo, tanta hermosura le aterraba, le erizaba los bellos el recordarlo y el miedo también se le escurrió a la sangre.

El día con sus horas y sus minutos y sus segundos, fueron un solo de chelo vibrando y atormentando con rabia sus entrañas.
Como un sonámbulo se dirige noche a noche hacia la ventana, a mirarse de frente, no necesita una llamada, la luz roja es el primer aviso, y la atracción se inicia, todos sus nervios se incorporan exigiendo el místico alimento.
El hambre se le ha ido y quienes lo conocen lo ven con lástima y piedad, tal vez porque su cuerpo  ha quedado cubierto con esa ligereza que los colores tienen en el fondo. Sabe  que ha de morir en un día cercano porque lo ha visto en los signos que el tiempo ha colocado bajo su piel en ese cuerpo etéreo que lucha por fugarse.
Pero sabe que hay algo más fuerte que la vida, más poderoso que el deseo inconsciente y eternamente alegre de vivir, por eso siempre lo atrapa el aleph de la casa que conoce perfectamente sus pulsaciones interiores, y ya no puede escapar.


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