sábado, 9 de agosto de 2014

Gerardo Cornejo, de cuerpo entero


Vicente Francisco Torres
Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco

Gran parte de la diversa y proteica narrativa mexicana que hoy cuenta entre sus autores a Alberto Ruy Sánchez, Hernán Lara Zavala, Herminio Martínez y Luis Arturo Ramos, surgió a finales de los años setenta. En ese mare magnum empezó a perfilarse un grupo de autores que escribían en el norte de México o Vivian en él y ubicaban buena parte de sus ficciones en el desierto. Dos décadas después, cuando se habla de narradores del desierto o del norte de México se invocan los nombres de Ricardo Elizondo, Gerardo Cornejo, Daniel Sada, Severino Salazar y Jesús Gardea. Estos nombres están unidos por un capricho si no por que ellos mismos hicieron propuestas explicitas e implícitas que los convirtieron en escritores afines: Ricardo Elizondo tituló un libro Relatos de mar, desierto y muerte, y Severino Salazar llamó a una novela Desiertos intactos. En Lampa vida y en Albedrío, Daniel Sada coloca un puñado de seres derrengados en medio del desierto. Y que decir de Gerardo Cornejo, que narra la fundación de un poblado en medio del páramo.
El mas renuente al acercamiento grupal fue Jesús Gardea, pero basta abrir cualquiera de sus libros para toparse con el sol y las sombras, la penumbra y el bochorno y la perenne presencia de llanos áridos, como los que abrazan Ciudad Juárez, la ciudad en la que tantos años vivió.
Aunque el problema no se reduce a la geografía, la tierra sí plantea una serie de temas, retos y aventuras que son los que aparecen en los libros mencionados. Reconocer una afinidad de escenario no significa ignorar que Sada y Gardea son, ante todo artificies del idioma, Ricardo Elizondo le buscó tres pies al gato y afirmó que el desierto es el espejo del alma del hombre de hoy. En el panorama de nuestros días, la cuentística del escritor guanajuatense Eduardo Antonio Parra que ha vivido en las ciudades fronterizas del norte del país, agrega la nota de sordidez y violencia que hoy campea en un mundo señoreado por la droga, el tráfico de indocumentados y las empresas maquiladoras, universo que por otro lado guarda un espacio para la ternura y la fantasía que observamos en su cuento “Nadie los vio salir”, que le diera el premio Juan Rulfo en el año 2000.
Pido permiso para abrir un paréntesis
Cuando Jesús Gardea, en uno de sus momentos de mayor tolerancia echó a andar el Premio José Fuentes Mares en Ciudad Juárez, Chihuahua, coincidimos allá con el veracruzano Sergio Galindo, Miguel Méndez, Sergio D. Elizondo y Ricardo Aguilar, entre otros. Los dos últimos eran prósperos escritores chicanos que viajaban en imponentes trocas y tuvieron la generosidad de llevar de paseo a un grupo de amigos para darnos una lección: primero fuimos a unas dunas para sentir el filo del silencio y, después, nos trasladamos a otra parte del desierto y dijeron: se piensa que esta tierra está muerta, pero si ustedes levantan alguno de los terrones que tenemos a nuestros pies, verán que hay vida, tal como pudimos comprobar los invitados. De aquí que cuando la palabra desierto se usa para enmarcar una obra, el término tenga valores distintos en un libro de Miguel Méndez y en otro de Ricardo Elizondo.
Cierro el paréntesis recordando un intercambio de palabras que sostuvieron Gardea y Gerardo en uno de aquellos días: mientras Jesús decía que la literatura era valiosa al margen de la región que la había visto nacer y que el centralismo valía nada frente al talento del escritor, Gerardo afirmaba que los encuentros estatales eran posibles porque los autores ya no se desarraigaban de sus lugares de origen para emprender y consumar una obra valiosa. Y no se iban porque se habían ocupado de fundar sus propias instituciones, de crear fuentes de trabajo para quienes venían detrás y de inspirar confianza a los jóvenes creadores para que escribieran desde sus lugares de origen y sobre la problemática que les había tocado vivir. Si bien se mira, ambos escritores tenían razón porque toda obra regionalista es universal si el talento y la buena hechura lo presiden. Los ejemplos sobran y podemos invocar a Juan Rulfo, a James Joyce y la aldeana Antología de Spoon River, que felizmente consumó Edgar Lee Masters. Si pensamos en escritores como el sinaloense Juan José Rodríguez o el regiomontano David Toscana, Gerardo Cornejo tenía razón, siempre y cuando no olvidemos el requisito indispensable de la capacidad artística. Esta anécdota, en el fondo nos estaba revelando las cosas que ambos escritores tenían como divisas: Jesús pasaba horas y horas sentado ante su máquina de escribir, o leyendo en la penumbra de los templos, porque sabía que de poquito en poquito se llena el jarrito y que la literatura es, ante todo, una ardua lucha con las palabras. Y vaya que llenó más de 20 jarritos de palabras que constituyen su excepcional obra.
Gerardo Cornejo, en aquella esgrima verbal, estaba justificando su trabajo ya plasmado en La sierra y el viento (1977), novela de tintes claramente autobiográficos y que basa buena parte de sus valores en la epicidad, en el canto a esos hombres que no se rindieron ante el páramo y tuvieron la osadía de plantar pueblos que serían ciudades. Fue la celebración de los hombres obstinados, la memoria de una hazaña en la que seres pusilánimes habrían huido despavoridos.
Desde este su primer libro, Cornejo apareció no como un dinamitero, no como un revolucionario que incendiaba formas y temas, sino como un discípulo aventajado de lo que en su momento fue conocido como novela de la tierra. Cornejo se atenía a técnicas tradicionales como la del viaje y la inserción de pequeñas anécdotas en el cuerpo novelesco y, por el estilo paisajístico, arrobado ante la majestuosidad de los escenarios, no dudaba en aparecer como un continuador de la más prestigiada tradición narrativa latinoamericana, la que forjaron Jorge Icaza y Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos y José Eustasio Rivera, Ciro Alegría, Miguel Ángel Asturias y Alcides Arguedas.

Cinco años después de La sierra y el viento aparecieron los cuentos de El solar de los silencios, libro que tiene una serie de vasos comunicantes con la novela porque entrega datos que no habían sido mencionados explícitamente. Si en La sierra y el viento los gambusinos abandonan las edénicas alturas, El solar de los silencios dirá que eso fue debido a la sequía inmisericorde. Los cuentos de El solar de los silencios eran ramas que se había desgajado de la novela y constituían otro reconocimiento al ingenio y al valor de aquellos hombres y mujeres que tenían un amor desmedido por su tierra, tal como vemos en lo que Mario Vargas Llosa en un momento llamó novela salvaje. Así describe Early Danieri el carácter anteico de la naturaleza americana: “El paisaje que se intenta colocar como trasfondo, irrumpe a primer plano; la tierra se convierte en personaje central, verdadero protagonista tiránico y dominante; y ya no es el hombre quien describe el paisaje; la tierra invade su vida y acuña su arte.”
El solar de los silencios, su primer libro de relatos, fue una celebración de lo que el enorme escritor cubano Onelio Jorge Cardoso había llamado un cuentero, es decir, aquel ser humilde que como no tiene más bienes derrochables que las palabras, el tiempo y el ingenio, se pone a hilvanar historias desmesuradas que ayer fecundaron la literatura con leyendas y crónicas y hoy cristalizan, en México, en las obras de autores tan diversos como Eraclio Zepeda o Herminio
Martínez.

Pastor de fieras (1999), su segundo volumen de relatos breves, rendirá homenaje nuevamente al contador oral y al conversador pero, aprovechando las lecciones de Rudyard Kipling y de Horacio Quiroga, constituye un volumen unitario que pasa a través de los ojos o la voz de Nativo Tonarachi para dar cuerpo a historias hiperbólicas que entregan la visión de la naturaleza que tenían los grupos autóctonos americanos antes de la llegada de los españoles, esa visión en la que el hombre era parte de la naturaleza y no su usufructuario. De este modo, Gerardo hizo un tácito reconocimiento al México profundo que Guillermo Bonfil Batalla ponderaba muy por encima del México transnacional y desarraigado. Si se mira desde otro ángulo, Pastor de fieras ofrece nueva unidad porque todas las anécdotas parten de la zoología típica del norte.

En microbios de luz (2005) Cornejo entregó nuevos cuentos que muestran el mundo de la sierra habitado por mineros enfermos, pero va introduciendo también el milagro y lo numinoso, que anticipan los nuevos intereses que aparecerán en Ángel extraviado. Y de aquí al cuento fantástico solo faltaba un paso que Cornejo dio con éxito y prontitud. Logro varios cuentos magistrales, como “Gritos en la cañada”, “Fiebre Verde”, “Rio de Guerra” y “El Oferente”. El penultimo tiene lugar en Austria y el último en la India, hechos que nos recuerdan que Cornejo viajó por todo el mundo y por fin se decidió a utilizar literariamente esa experiencia.

En Las dualidades fecundas, Cornejo apuntó lo benéfica que resulta para el novelista la formación de sociólogo. Y ejemplifica su tesis con la monumental figura del novelista peruano José María Arguedas, ese hombre que escogió para suicidarse el espantoso día que precede a la temporada de vacaciones, ese día en que los solitarios no tienen quien los espere en su casa, ese día en que los profesores no quieren llegar al lecho en donde los espera una harpía. Arguedas se disparo un tiro en la cabeza y tuvo la decencia de ir a dárselo en el baño para no manchar las alfombras de los cubículos y las oficinas. Se suicidó, bueno es recordarlo, por que veía que tantos años dedicados a valorar y expresar artísticamente el mundo indígena no habían servido de nada ante la avalancha del progreso y la globalización. Quién iba a decir que décadas mas tarde, un escritor tan cosmopolita y renuente a los ismos como Mario Vargas Llosa escribiría un hermoso homenaje, un volumen de cerca de 400 páginas a ese hombre humilde que pensó escribir sus libros en quechua y que guardaba como uno de sus más dolorosos recuerdos la imagen de su padre viudo, completamente ebrio y pidiendo a un grupo de músicos sucios que le tocaran los más desoladores huaynos.

Los indígenas están presentes como personajes en las novelas y cuentos de Cornejo y son motivo de reflexión en su trabajo ensayístico, pero el autor ha tomado el asunto muy en serio y, en una entrevista que le hice cuando no había correo electrónico, me dijo en unas cuartillas que espero no tener la necesidad de vender a alguna biblioteca norteamericana: “Soy nativo de un pueblito de la Sierra Madre sonorense que se llama Tarachi. Visto desde lejos, en la noche, ese caserío no es sino un puñadito de estrellas regadas entre las piedras. Tarachi es un pueblito mestizo; mitad indígena y mitad español. La familia de mi madre viene de un enclave vasco muy extraño. Por su parte los hombres son blancos, de ojos verdes y nariz aguileña. A siete kilómetros de Tarachi hay un pueblito de indios pimas, de donde provienen mi padre y mi abuelo. Como la mitad de mi sangre es pima, todo lo que tenga que ver con la realidad indígena, no sólo de México sino de Latinoamérica, me llega muy hondo, me toca cuerdas interiores.”

Pido pista para aterrizar y digo que en aquella plática mencionada, que lindaba en la discusión, por no decir en el monólogo, Jesús y Cornejo tenían razón, porque sin sus respectivas convicciones no habrían llegado a donde lo hicieron. Jesús nunca bajó del alambre del tropo y la eufonía y su obra es una de las más hermosas, enigmáticas y engurruñadas de la literatura mexicana. Gerardo, gracias a sus convicciones, ha hecho poesía, novela, cuento, ensayo y crónica de sus viajes por África, América y Asia, textos estos últimos que, en sus mejores momentos, como los que narran su estadía en la India, no exagero en comparar con algunos textos de Rudyard Kipling, y refrendo la convicción por que esta desmesura aparente la puse por escrito al reseñar su libro Como temiendo al olvido (1998), libro que nació en un encuentro de escritores y que presidia, jaibol en mano, don Edmundo Valadés. Allí el maestro le hizo notar a Cornejo todo el material artístico que dejaba perder si no recogía los incidentes que le regalaron los largos años desempeñados con el apoyo de la UNESCO y de otras organizaciones.

En aras de una intención mas literaria que histórica, Oficio de alas (2004) entrega un puñado de biografías, reales e imaginarias, de pilotos que vivieron un tiempo heroico, anterior al desarrollo de la tecnología aeronáutica: “Eran los tiempos en que minúsculas pistas de aterrizaje formaban parte del esqueleto estructural de los pueblos de la región y salpicaban la geografía cordillerana sobre mesetas solitarias donde ni pueblos había”

El volumen contiene un conjunto de historias que nacieron entre la sierra y las barrancas de Sonora y Chihuahua, cuando no había carreteras y el único medio de llegar a las minas y planicies serranas para levantar enfermos o atender misiones urgentes era el puñado de diminutos aviones de unas cuantas plazas. Por razones históricas, este trasiego norteño habría de terminar con historias protagonizadas por narcos, traficantes, sicarios y vivales como quienes se convirtieron en émulos de Pantaleón y las visitadoras. Son relatos de miedos, valentías, vuelos y aterrizajes forzosos; refundiciones del origen de los apodos, testimonios de solidaridad y de sabiduría campechana sin que falte la narración hiperbólica, al estilo del Guilo Mentiras –cuya paternidad se debe al sinaloense Dámaso Murúa-, como la del quesero quien, al ver que su avioneta se incendiaba, se descolgó por las hebras de lo que llevaba para entregar en tierra firme.

No falta la narración hilarante, como la de la mujer que aprendió a volar a los 80 años de edad y, una vez que rescato a su hijo en la sierra, tuvo este dialogo con los reporteros que la asediaban:

-“¿Como es posible, señora, que siendo mujer y teniendo una edad tan avanzada haya podido dominar el difícil oficio de piloto?”
 Y la señora, adelantada feminista involuntaria que había tenido dos maridos pazguatos, respondió:
-“¡Ay mijitos… si lo dominan los hombres que son tan pendejos como no iba a dominarlo yo!”

 Las antologías cuentesticas de su tierra no le han sido ajenas, ni tampoco la novela alegato como Al norte del milenio (1989), que parece ser, hasta la fecha, su libro más polémico porque planteó un conjunto de señalamientos que tenían que ver con los grupos de poder menos nacionalistas. Justo es decir que el texto no dejaba de tener un aire de ficción científica muy similar al que propuso Carlos Fuentes en Cristóbal nonato.

En Juan Justino Judicial (1996), su novela- corrido, que iba a ser narco novela y acabó siendo una historia de amor y una nueva celebración de la naturaleza serrana que tanto había pintado el autor en sus libros de ficción, narra la vida de un ranchero metido a narco a quien Dios castigó convirtiéndolo en judicial. Y como el destino del escritor parece estar echado desde sus primeros libros, por el replanteamiento que la obra hace de la problemática de los migrantes, Cornejo vuelve a convertirse en heredero de una tradición instaurada por Peregrinos de Aztlán, de Miguel Méndez, y por esa novela en la que Daniel Venegas decía que los trabajadores agrícolas mexicanos se harán ricos en los Estados Unidos Cuando los pericos mamen.

Lo más reciente de la producción de Cornejo, es una terna formada por dos novelas (Lucia del Báltico y Ángel Extraviado) y, un libro de poemas: Balada de Cuatro rumbos (2008).

Muchos escritores americanos que han afincado su obra literaria en la tierra natal sienten la necesidad de hacer su obra europea, la que de cuenta de sus periplos por el Viejo Mundo. Entre ellos podemos citar a Gabriel García Márquez, Felipe Garrido, Eduardo García Aguilar y Sergio Galindo. Gerardo Cornejo, después de haber cumplido un ciclo novelístico afincado en Sonora entrega Lucia del Báltico, en donde recoger parte de la experiencia acumulada en sus viajes por cuatro continentes.

Para ambientar esta novela escogió un territorio bastante extraño a la literatura hispanoamericana –el gélido norte europeo- que solo tiene parangón con la obra del chileno Francisco Coloane, cuya narrativa ostenta como escenarios las regiones heladas, pero del Polo Sur. Así, Cornejo y Coloane, con sus obras nos han llevado de polo a polo.

Como un Boccaccio del siglo XXI, Cornejo reúne a un grupo de personajes para que cuenten historias y hagan del tiempo no una pesada carga sino la oportunidad de hechizar con los relatos de las cosas más interesantes que ha habido en sus vidas. Si las criaturas del escritor italiano contaban mientras huían de la peste, las del mexicano van a bordo de un crucero, de una ciudad flotante que va de Nueva York a Escandinavia y se desplaza entre témpanos y va rompiendo las capas de hielo que cubren las aguas del noratlántico.

Alrededor de la mesa numero 10 se congregan, entre otros, una pintora, un arquitecto, un medico, unas artistas del erotismo, un relojero y, sobre sus historias, se va tejiendo un romance entre la sueca Gunilla Sunderman y el mesero Italiano Brunelio Nacarelli, una historia de amor trágico que da intensidad al final de la novela.

Si una primera impresión dice que la geografía de esta obra es muy distinta a la que el autor ha planteado en sus cuentos y novelas, Lucia del Báltico dirá que no hay una distinción radical pues Lars Sundeman, tío de Gunilla, es un habitante de los bosques que tienen arroyos, lagos y ríos que forman un mundo semejante al de la serranía sonorense. Además, el tío, dada su militancia ecológica, se rebela contra la tala de bosques y por ello queda, primero, desempleado y, después, va a prisión. La militancia de este personaje queda apuntalada cuando el arquitecto que trabaja en una trasnacional depredadora, cuenta su ingreso a un proyecto de reforestación y protagoniza una historia de amor con Tzi-hua-tam-Tzien

Como es natural, cada personaje expresa su visión del mundo y, entre ellas, destaca la del medico, quien así se expresa sobre la felicidad: “porque sucede que la felicidad no existe como un estado permanente de venturosa placidez, sino que solo se deja atrapar por momentos pasajeros…”

Ángel extraviado es una extraña novela concebida como un homenaje a los ámbitos de la cultura Tarahumara (rarámuri) en lengua autóctona) pero, sobre todo, a la idea que tienen de la naturaleza: los hombres son parte de ese mundo apenas salido de la creación, con acantilados, bosques, ríos profundos y serranías, y detestan a los mestizos que deprendan. Además, la concepción tarahumara de la vida como un buen inagotable se opone a la idea mestiza de la existencia como un buen finito. Para mostrar ese mundo de arroyos, cuevas y pinares, Cornejo creo a un muchacho, Avelino, gangoso, tartamudo y corcovado quien predestinado por la etimología de su nombre, dio en buscar todo dato que hubiera sobre los ángeles. El cura, don Sagrario, atendiendo a su pasión, le hizo una serie de apuntes que cayeron en manos de Ronasio, maestro rural y padrino de Avelino que, al enterarse de que el muchacho había asumido la locura de querer convertirse en ángel para paliar el sufrimiento que su aspecto le procuraba, emprendió la búsqueda de un acantilado tan alto que le permitiera saltar y le diese, también, el tiempo suficiente para que le salieran alas y no se estrellara en el fondo de las cañadas. Ronasio persigue a Avelino por carreteras y caminos de herradura, de a pie y de a uña (son los que permanecen a la orilla de los precipicios) y, mientras realiza la pesquisa, va mostrando la ciclópea belleza de la geografía tarahumara. Las transmisiones de una estación de radio que cubre su viaje y la lectura en distintos caseríos de los apuntes del sacerdote, le permiten al padrino compilar una historia de las versiones que de los ángeles han hecho las distintas religiones y obras tan prestigiadas como El paraíso  perdido, de Milton.
La estación de radio juega un papel importante porque anticipa la llegada del profesor a los recovecos de la sierra y a los confines de los valles. En los mensajes radiofónicos, además, va la filosofía de la gente que habita la sierra tarahumara. “Por que resulta que el contento no es solamente la ausencia del dolor, sino el disfrute de la amistad de los hombres y de la belleza de la Gran Natura”.
Ronasio, alter ego de Gerardo Cornejo, es un tarahumara-chilango que posee el sentido indígena comunitario y el individualismo de los hombres de la ciudad. Como el autor, vuelve de las ciudades como el profesor bilingüe, cargando las mismas nostalgias que Cornejo expresara en Balada de cuatro rumbos. Personajes como Encarnación Wahuráchi –una vendedora ambulante de sotol que enviuda cuando su marido muere en el fondo de un acantilado- que también desparrama historias por la sierra y por eso le cambian el nombre de Encarnación por Navegación, propician lo numinoso a punto de creencias, invenciones y lecturas que derraman en los mentidores de la sierra, en las minas abandonadas, en los pinares y en las cascadas. Y finalmente, el prodigio se consuma como en un cuento fantástico, porque Avelino empieza a hacer milagros: sana a una moribunda con solo ponerle la mano encima; libera a un lobo de la trampa con solo mirarlo y, seráficamente, el animal intentara seguirlo. Además, Avelino se lanza hacia el buscado abismo y lo rescatan dos ángeles y Rosalinda, una mujer que murió al resbalar mientras miraba en éxtasis una cascada. Como su cuerpo nunca apareció, los tarahumaras la incorporaron a los seres angélicos que ambientan la novela.
Al final del libro, cuando el narcotráfico ha corrompido la vida edénica de las serranías, sabremos que Ronasio y Encarnación se refugian a terminar sus vidas en cuatro rumbos, el mismo sitio donde Gerardo Cornejo escribió su libro de versos porque, después de tanto trajinar por el mundo, nuestro autor ya sabe que allí quiere que terminen sus pasos.
Ángel extraviado muestra que Gerardo Cornejo tiene su casa y sus temas, que no anda por el mundo persiguiendo modas, si no que le urge sacar lo que trajo guardando muchos años mientras se acreditaba como mentor de las ciencias sociales.
En balada de cuatro rumbos (Instituto municipal de cultura y arte / Mora-Cantúa editores, colección Andenes: Hermosillo, 2008), desde el epígrafe, que es un adagio de la Alta Edad Media, hay una nueva apuesta por los escenarios rurales de su primera y entrañable novela, La sierra y el viento: “Dios hizo al campo, / y los hombres han hecho las ciudades”.
 Encontramos las febriles alturas, con sus bosques dilatados y esmeraldinos, sus abismos y arroyos, y la extensa y candente plancha del desierto, en donde se edificaron ciudades como Hermosillo. Pero mientras en la novela el autor hablaba del abandono de la serranía para ir a establecerse, primero, en las casas plantadas en medio del paramo y, después, en las aglomeraciones de la capital del país, en los poemas el autor ya está de vuelta. Ha navegado todos los mares del mundo y ha pisado todos los continentes fundo instituciones y ocupo altos cargos en organismos diversos. No mas trabajos por razones alimentarias ni de reconocimiento profesional. Ahora tiene el refugio de su cabaña enclavada en medio de los bosques, con los ríos a sus pies y la compañía de los astros y los cantos del viento y de las aves. Las fragancias de resinas lo rodean y no tiene más objeto que la página en blanco para celebrar a la mujer amada, la llegada del día y de la noche, para plasmar sus memorias y para dar gracias por los bienes prodigados y por la oportunidad de tener un refugio que una y otra vez se menciona como algo semejante al paraíso: “Sé muy bien que estoy disfrutando de una cala / de lo que las religiones llaman paraíso. / Lo que no acierto a saber (¡Ni falta me hace!) / es ¡Qué cosa hice yo / para merecerlo?”
Y desde aquí se va colando la ideal del final, que se asume con serenidad, como resultado de los años vividos y de la experiencia dichosa: “Resulta que después de pasear mis huesos / por más de la mitad del ancho del mundo, / se por fin / donde quiero dejarlos”. Y va de pilón un texto ingenioso y risueño: “Cuando presto atención al vuelo / de la multitud de aves que revolotean / libremente alrededor de mi cabaña / resulto ser el único enjaulado”.
La imaginación creadora y la energía le han alcanzado a Cornejo para fundar instituciones como El colegio de Sonora, MEXPAM y la Sociedad de Escritores Sonorenses, hechos que hablan de su idea del hombre de letras, que está más en consonancia con José María Arguedas que con Gardea y su admirado José Lezama Lima, todo floritura, joyeles y alabastro.
Si, los homenajes suelen hacerse cuando los prohombres tienen enfermedades terminales, padecen Alzheimer o se desplazan en silla de ruedas, yo me congratulo de que Gerardo, quien ya ha dado su nombre a un concurso de narrativa y a la biblioteca del Colegio de Sonora, vea la presente selección de su trabajo, que es el mejor homenaje que puede hacérsele a un escritor.



No hay comentarios: