jueves, 10 de julio de 2014

LA MÁSCARA



Aurora Ruiz Vásquez

Los días continuaban envueltos en la neblina que todo lo desdibuja, una humedad agradable y  una cortina de gasa sutil transparente, hacían un  cielo gris  apacible, un poco triste para personas poco acostumbradas; pero para nosotros, que casi todos los días amanecían así en esta temporada, no era nada extraño usar la sombrilla para librarse de esa lluvia fina que parece que no moja y cuando te das cuenta, estás ensopado con la ropa pegada al cuerpo y los pies apoyados en el lodo listos para no caer. Qué días aquellos los que pasamos en nuestra niñez en ese pueblito cerca de Perote llamado Sierra de Agua. Qué pronto  el viento transformó nuestros cabezas en cascadas de cabello cano bañado de experiencia.
Marcial y yo, éramos  amigos inseparables, muy diferentes los dos. Sólo yo lo comprendía, pues era difícil que externara su sentir. Su hablar era parco, veía, escuchaba, sacaba sus propias conclusiones, pero no era capaz de opinar.  Era retraído, de pocas palabras, casi siempre acertadas, tenía pocos amigos, no le gustaban las reuniones, se aislaba a un rincón apartado.
Una vez los alumnos de la secundaria nos organizamos para celebrar el carnaval y logramos entusiasmar a las autoridades municipales y escolares de otros lugares: Los Molinos, La Joya. Se eligió una reina y, el rey feo, vinieron algunos carros alegóricos de Jalapa para el desfile. Cada quién eligió el disfraz que pudo ser: simplemente un capuchón negro con una máscara de cartón pintado; un diablo, una reina, un payaso un viejito, una dama o un soldado.
 Todo estaba listo, el domingo sería el único día de festejo; la calle principal estaba adornada, y, como siempre, habría venta de globos, confeti, serpentinas, dulces, artesanías,  cerveza, pulque, sin faltar la música, unos jaraneros entusiastas y la marimba, que darían sabor a la reunión. Mis  amigos ya con su disfraz estaban reunidos cerca de la capilla, en los portales donde se instaló el jurado y las autoridades; mucha gente reunida empujándose para quedar siempre adelante. No vi a Marcial por ningún lado; no me pareció extraño conociéndolo. Empezó el programa: primero desfilaron los niños de la escuela con su gracia en sus rondas y cantos desbordando alegría, luego las comparsas y después los carros alegóricos incluyendo los de Jalapa con su reina. De pronto se escuchó una voz fuerte  afectada por el alcohol que gritó improperios contra otro, provocándolo, pero al mismo tiempo, entre algunos habitantes lo callaron aplacándolo de inmediato, cuando por micrófono se escuchó una voz ronca no muy fuerte pero segura y con autoridad que a la voz de ¡Silencio! paró la música y absorbió la atención de todos, empezando por las autoridades.
 Habló  en  forma pausada tan convincente, que sus palabras fueron escuchadas  con atención. Se refirió a las condiciones arbitrarias en que estaban manejadas las finanzas.” Me refiero a usted, señor tesorero Fernández, donde no hay transparencia en el manejo de los fondos municipales y a usted, señor Carlos Garduño, que permite tantas majaderías y despotismo de los servidores públicos hacia el pueblo que solicita sus servicios. No contamos con garantías individuales que nos protejan. Dónde están esos programas  educativos, deportivos y sociales que nos anunció en su campaña, Señor Delegado Herrera?” Además, se refirió a la parálisis e indiferencia de los políticos para resolver los problemas sociales, y en consecuencia; el crecimiento de la pobreza de la ignorancia y la maldad.
 Nadie se atrevía a callar esa voz que no se sabía de quién podría provenir,  de un ciudadano común, o de alguna autoridad que se expresaba con corrección claridad y razón. Al hacer una pausa se escucharon los aplausos atronadores del pueblo, gritando vivas y, en ese momento, se esfumó el orador confundiéndose con los demás encapuchados y la neblina que persistía. Olvidadas las palabras, enseguida empezó la  música y continuó el programa, pero yo inquieto, quise buscar a mi amigo Marcial y no fue difícil; a unas cuantas cuadras, al empezar la barranca, lo encontré tirado, amarrado con una cuerda con señas de haber sido golpeado hasta matarlo. Yacía dibujando una sonrisa de cierta satisfacción, más elocuente que sus palabras.



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