miércoles, 16 de abril de 2014

Noche sin luna


 

David Nepomuceno Limón

Era casi de madrugada. La temperatura había bajado considerablemente. Ernesto continuaba festejando su primer año de casado, en muestra del alto valor estimativo que brindaba a sus amigos, un valor de anecdótico abolengo.

   Todos sonreían al calor de las copas. Unos cuantos trataban de bailar al son de una canción que se escuchaba atrás de las conversaciones. Algunos hacían lo posible por hablar con claridad, a pesar de la lengua embotada, sin que nadie les prestara atención, mientras otros, vencidos por el efecto de las bebidas, intentaban levantarse, sin lograrlo del todo. Mientras, la alegría del grupo reunido continuaba sin nubes en el horizonte.

   Ernesto cada vez decía que era la última ocasión que tomaba, pero sus promesas estaban muy lejos de sus verdaderas intenciones. Sus amigos lo buscaban por las tardes para iniciar el éxodo de bar en bar.

   Esa noche la alegría campeaba entre quienes se conocían desde la infancia. Brindaban con tequila, entre pláticas que siempre quedaban incompletas por la diversidad de temas sin control y las celebraciones de los chistes de ocasión.

   El último lugar visitado cerró ajustándose estrictamente a su horario establecido. Los amigos se despidieron con la promesa de un nuevo encuentro.

   Mientras Ernesto avanzaba por la desierta calle estaba invadido por preguntas con anhelo apagado y leves recuerdos, como si estuvieran siguiendo el ritmo marcado por unos dedos invisibles que solamente él percibía, hundiéndose en una satisfacción intranquila que flotaba en los vapores de lo ingerido. A la vez, se sentía como traicionado por su propio organismo por no responder como a él le hubiera gustado.

   Caminaba hacia su hogar por inercia. Lo castigaba el frío del ambiente. Se guiaba por la brújula de su memoria, y así ingresó a la callecita privada, siempre oscura, de su barrio. Le faltaban pocos metros para llegar. Su ropa seguía mojada por haber caído a un caño que él nunca había notado que existiera.

   Entre la oscuridad y un poco de luz repentina de la luna, llegó a su destino. Las luces del interior estaban apagadas y, curiosamente, esta vez sus perros no salieron a recibirlo. Ahí nada había cambiado por el hecho de que él estuviera en casa.

   Daba pasos cortos hablando consigo mismo acerca de hazañas lejanas que solamente recordaba por efectos del alcohol. Algo acerca de hechos pasados que involucraban a sus suegros.

   Con dificultad subió el primer escalón para tocar la puerta de madera. Fueron tres golpes, sin ganas, pero pensó que eso era suficiente. Por las condiciones en que se encontraba daba pasos hacia los lados mientras seguía esperando. No hubo respuesta a su llamado. Se acercó nuevamente para tocar con mayor energía, y después esperó pacientemente el tiempo que creyó prudente. Volvió a llamar, sin resultados. Sólo el silencio y la oscuridad lo acompañaban. Comenzó a hablar, con el propósito de que lo escuchara su esposa.

―Ábreme, viejita, ¿no ves que hace frío? Ábreme. ¿O es que estás enojada? Ya no tomé igual que ayer. Sólo fueron unos tequilitas. Ábreme, ¿sí?

   La soledad de la noche seguía rodeándolo. Se mantenía al amparo de sus propias expresiones faciales, sonriendo mientras recordaba a sus amigos, quienes siempre lo animaban hacia la farra. Permaneció callado unos minutos. De pronto sintió que empezaba a caer de espaldas. Rápidamente recobró el equilibrio y decidió tocar de nueva cuenta, ahora con un sentimiento de enojo. Lo hizo, con la palma de la mano.

―¡Ábreme, vieja, que hace frío! Reconozco que no te he dado el gasto, pero el sábado te doy toda mi raya, si es que no me corren de la chamba.

   Algunos perros de las casas vecinas empezaron a ladrar. La casa del fondo de la privada encendió la luz mientras se escuchó una breve sentencia:

―¡Cállate, borracho, o voy a callarte!

   Ernesto volvió la cabeza para ver quién le hablaba, pero la luz ya se había apagado. Dentro de su letargo trataba de identificar a quien le había gritado, pero también debía atender la cercanía de los perros, esos eternos perseguidores nocturnos. Tuvo el propósito de dar un puntapié al primer animal que se le acercaba, pero la seguridad de su propia extremidad lo hizo detenerse.

―¡Ábreme, vieja, que ya se están enojando y los perros me quieren morder! ¡Ábreme! Te juro que ya no voy a salir con tu prima. Imagínate que todo el barrio se entere… Tus padres me matarían. ¡Ábreme! Ya sé que lo sabes, pero no me dices nada. ―Guardó silencio por un momento. Los perros continuaban su concierto nocturno.

―Si sigues en ese plan soy capaz de cambiarte por ella. No me importa enfrentarme a tu papá. No le tengo miedo.

   La parte superior de la puerta se abrió. Dentro y fuera estaba oscuro.

―¿Deveras quieres entrar a tu casa?

―¡Claro! Hasta la borrachera se me está quitando por el frío.

   La puerta se abrió por completo y salió su amigo Eugenio.

―Tu casa está en la otra privada. Estás en el lugar equivocado.

―¿Desde cuándo vivo ahí?

―Desde siempre. ―Ernesto comenzaba a caminar tras su amigo cuando una voz masculina con fuerte acento los detuvo.

―¡Quédate en tu casa, Eugenio! Yo encamino a mi yerno. En su casa voy a platicar con él.

   Los humos del alcohol empezaron a disiparse con pasos más firmes. Ernesto siguió a su suegro con la expresión de una humildad que pugnaba por parecer carismática.

   En efecto, se había equivocado de privada, confundiendo la vivienda de sus suegros con la suya. En ese instante Ernesto deseaba el término de su existencia. Se sentía como alguien que va rumbo al cadalso. Ya en su casa, la justicia esgrimida por el padre de su esposa daría su firme veredicto.

   En el firmamento, la luna permanecía oculta tras las nubes.

 

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