miércoles, 11 de diciembre de 2013

Los personajes literarios


 

 

 

Relato de

Raúl Hernández Viveros


 

 

Después de revisar los rincones de la calle, comprendieron que sería inútil evitar el desenlace. En orden del más viejo al menor de edad, los tres hombres entraron y se acomodaron alrededor de una mesa. El trío con sus vestimentas absurdas, semejantes a disfraces antiguos, llamaba la atención de los parroquianos que los rodeaban.

―Total, es cuestión de días, o posiblemente de horas ―dijo Miguel con bastante tristeza. 

La peluca de Félix Lope se le fue un poco de lado; era precisamente cuando soltaba la mandíbula para sonreír. Un poco hacia la izquierda de su cara, descendían en la misma dirección las gotas de sudor que resbalaban sobre la frente hasta mojarle las cejas y contaminarle la nariz.

Recordó Félix Lope que al pasar el peine por los cabellos discretos tomaban un poco del tinte, y entonces el líquido transparente se hacía un poco negro, como de color sucio y lodoso. Esta reflexión fue acompañada por el movimiento de acomodar sus antiguas gafas sobre su nariz, que eran idénticas a las que usaba su colega Quevedo.  

Desde hacía bastante tiempo que se reunían en una mesa del restaurante, donde cada mañana  intentaban componer las partes enfermas del mundo. Los tres amigos apostaban a tener al final de sus vidas un acontecimiento histórico; también a contar con una jubilación universitaria o un trabajo que les permitiera vivir un poco holgadamente. Bebían a sorbos el café, y no por lo caliente sino porque deseaban siempre pasar el mayor tiempo alrededor de la mesa.

Esta costumbre de ir y venir de lunes a sábado, fue transformándose en un rito de iniciación en sus vidas. Era verdad que habían gastado los mejores años en aquel rincón al alcance de la vista de todos los parroquianos. Algunos, curiosos siempre, de vez en cuando se preguntaban sobre la personalidad del trío de viejos. Inventaban chistes alrededor de sus figuras vetustas y perfectamente acicaladas.

 Después de tres décadas, aquel día que faltaron la jornada fue la más triste y desolada para los camareros. La mesa vacía representó la mayor preocupación de los asiduos huéspedes del lugar, y principalmente de los dueños del restaurante.

Sin embargo, al poco tiempo, regresaron en hilera uno detrás del otro, y descubrieron que la mesa de costumbre estaba ocupada por un matrimonio de alemanes, por lo cual decidieron ocupar otro lugar, y se sentaron cerca de la entrada, casi a un lado de la puerta por donde salían y entraban los meseros.

―Tienes que inventar un plan ­―dijo Félix Lope.

―Sólo pensaba en jubilarme, y ahora no quiero nada ―contestó Miguel.

―A estas alturas de mi vida creo ya sentirme cansado de venir todos los días hasta aquí ―sentenció  Sancho.

Desde el micrófono una mujer le pidió a Félix Lope que fuera a contestar el teléfono.

―Tiene llamada. Seguramente es su esposa que quiere saber cuándo va a llegar.

Félix Lope se puso a conversar en voz alta.

―Nada más eso quieres. Ahora no tengo mucho dinero. Le pido a Dios que aunque cueste tanto lo que me pides, voy a conseguir para no tener problemas. No te preocupes por los medicamentos.  

Sacó del pantalón la cartera vieja, y delante de la cajera se puso a contar cada una de las monedas. Y alegremente gritó:

―¡Pon atención, que hoy tienes suerte! ¡Tengo exactamente la suma! Te veré al rato! Saludos y besos a los nenes.

De esta manera les llamaba a sus hijos que ya eran mayores de edad, pero continuaba pensando que nunca habían crecido. Félix Lope se contempló en un espejo, y acomodó un poco la peluca en el lugar correcto. La cajera elogió la calidad de su peinado, y subrayó el significado de sus palabras.

―Es un auténtico bisoñé idéntico a los que usaban Los Beatles.

Félix Lope sonrío ante lo que consideraba un elogio, y sintió alegría por enterarse que todavía había logrado llegar hasta  el presente, y todavía lograba sentir el milagro de situarse en los años sesenta del siglo pasado. Orgulloso de sentirse el más joven en comparación con sus amigos mayores, les habló en voz alta:

―La década gloriosa porque cantábamos La Internacional en cualquier avenida de la ciudad.

­―¿Dónde? ­―le preguntó Miguel.

―¿Dónde qué?  -dijo por su parte Sancho- , reiterándole la pregunta:

-¿En dónde cantábamos La Internacional?  

―Creo que en las marchas estudiantiles y en las manifestaciones de los parques públicos ―les explicó Félix Lope.

―No me acuerdo ya nada de aquello, se me borró la memoria ―remarcó Miguel.

―Claro, porque te aprovechaste demasiado de tu memoria ―aclaró Sancho.

―El problema es más complicado ―intervino Félix Lope­―, porque tengo que comprarle tranquilizantes a la doña, y llevarlos de inmediato a la casa.

Félix Lope movió el esqueleto acomodándose en la silla; entre sonrisas, comentó:

―Miren la felicidad de estos colegas. Uno tiene prisa por irse a dormir a su cama, y el otro parece que ya no come nada, pierde maravillosamente de peso. A mí me pasa lo contrario, cada vez subo más de peso, ya nadie puede darme un abrazo completo. Se necesitan por los menos dos pares de brazos para felicitarme en Navidad, Año Nuevo o en el día de los grandes comelones.

―Yo estoy en paz con mi cuerpo ―contestó Sancho―. Mi alma sostiene mi empeño y no he cambiado de cinturón desde que luchaban contra los gigantes y enderezaba entuertos.

Las manos de Sancho resbalaron por la cintura de Miguel, como una demostración de la medida angosta y compacta. Hablaba de manera pausada, como si quisiera que todos los parroquianos escucharan el sonido con aquél acento de antigüedad en sus palabras. Sin embargo, de imprevisto cambió de tema:

―Mi cuerpo dice que ya no quiere saber nada de filosofías baratas y mal gastadas.

Félix Lope lo interrumpió:

―Mi esposa ya no quiere saber nada de las salchichas porque son pequeñas, no miden más de doce centímetros, y luego si le gustan tendrá que soportar que el cerdo viva todo tiempo en el dormitorio. Entonces le escribí estos versos:

Ya no quiero más bien que sólo amaros

ni más vida, Lucinda, que ofreceros

la que me dais, cuando merezco veros,

ni ver más luz que vuestros ojos claros.

Para vivir me basta desearos,

para ser venturoso conoceros,

para admirar el mundo engrandeceros

y para ser Eróstrato abrasaros.

La pluma y lengua respondiendo a coros

quieren al cielo espléndido subiros

donde están los espíritus más puros.

Que entre tales riquezas y tesoros

mis lágrimas, mis versos, mis suspiros

de olvido y tiempo vivirán seguros.

 

Lo interrumpió Sancho:

―Vas a pasar a la historia por chistoso. Te pareces a otros amigos viejos verdes que no tienen otra cosa que hacer que contar chistes o cantar boleros, o recordar amores de antaño, y por tacaño se los llevó el caño.

―Ay, Félix Lope, tú siempre con tus rimas. Pareces versificador de pueblo. Es verdad, pero me gusta recitar eso de “puedo escribir los versos más tristes…”, o eso de “¡tú para quien pocas fueron las victorias!” –Sentenció Miguel.    

 Allí estaban desde las diez de la mañana hasta que el telediario de la tarde consagraba ahora su letanía de informaciones banales por el regocijo a los actos terroristas, asaltos y hechos sangrientos.

―Se levanta la sesión porque me van a cerrar la botica ―dijo Félix Lope.

Se despidió con varios movimientos de su peluca. Los otros dos amigos llevaron al mismo tiempo el vaso de agua a la boca, aceptaron el sinsabor del líquido, y soñaron que bebían un brebaje exótico de alguna tribu de México o Brasil. Sorprendidos contemplaron la figura de Félix Lope que a toda carrera traspasaba el umbral de la puerta, y con burla sonrieron.

―Tuvo miedo de irse con nosotros porque siempre murmuran aquí que nos parecemos al gordo y al flaco de las películas cómicas.

Sancho sonrió con indiferencia, su cara parecía deformarse y la piel adherirse a las enormes capas de grasa. La calavera de Miguel estaba delante de él, mientras intentaba recordar la sentencia de ser o no ser, o todo lo que es no es, y comenzó a divagar en las reflexiones.

―¿Qué tal si la verdad fuera que amaneciera un día tan delgado como Miguel? ―aparentó tranquilidad y naturalidad, y sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.

―¿Por qué lloras, Sancho? ­―preguntó Miguel.

―Lloro de felicidad porque todavía puedo respirar en este mundo. ¿Sabes lo que le pasó a Pinocho?

―¿Qué le pasó a Pinocho?

Sancho se puso a secar las lágrimas en una servilleta de papel.

­―¿De verdad no sabes?

―No sé, me imagino que sé que nada sé. Ni siquiera me imagino ya nada. Te lo voy a contar solo una cosa. Un día Pinocho pensó en ser feliz, y con su mano derecha presionó y presionó hasta tener una erección.

En realidad parecía que hablaba Sancho,  pero era tal la confusión que se trataba de la voz de Miguel…

―¿Y qué sucedió?

―Fíjate bien qué pasa cuando frotas madera con madera, pues se incendió y nada más quedaron cenizas.

―Tú siempre con tus chistes. Debo reconocer que tienes un don natural de contar cosas ridículas que se te ocurren, y esto me parece algo digno de aplaudir, pero mejor voy a pedir la cuenta.

El camarero los miró como si de nuevo los volviera a conocer y extendió la nota de consumo. Aunque llevaba décadas de conocerlos, no pudo detener la sonrisa en su cara, porque siempre acostumbraba despedirlos con el mismo enigma:

―La vida vive de la vida y consume lo mismo todos los días, que es la vida misma. En este proceso pasamos la vida sin darnos cuenta de que no hay mejor posibilidad que comer a las horas indicadas y en el sitio de preferencia. Lo último en morir es el cerebro, lo demás se va primero por delante sin darnos cuenta. ¿Entienden lo que quiero enseñarles?

Miguel no pudo contenerse y al pagar la cuenta dijo casi en secreto:

―Me gustaría saltar encima de él y aplastarlo con mis cincuenta kilos de carne sin grasa. Si al menos pudiera tener fuerzas, pero creo que ya no puedo siquiera moverme como en la antigüedad.

―¿Cómo no te puedes aguantar? ¿No te da vergüenza? ―le cuestionó Sancho, quien movió la panza hacia la entrada del local y se adelantó.

Su cuerpo enorme dejó a los parroquianos inmersos en serias cavilaciones. Miguel los contempló como animales en el matadero, y se fue detrás de la sombra gigantesca e interminante, para escapar también del espacio cerrado y viciado por el sudor y el humo de los cigarros.

En el atardecer los recibió el soplo caluroso y saludable del aire, y sabían que era bastante sencillo responder a la presión de las personas que caminaban por las calles y avenidas de la ciudad.

 Miguel y Sancho iban por el mundo, caminaban por los senderos empinados rumbo a las avenidas repletas de escaparates y luces de colores. Sancho dudó un instante al sentirse lleno de gases.

―No oyes ladrar los perros ―le comentó Sancho a su inseparable amigo.

―Diles que no nos maten ―contestó Miguel―, porque contigo se darán un banquete, y conmigo sólo tendrían un montón de pellejos, huesos y recuerdos.

Les agradaba el olor del barrio y estaban orgullosos de encontrarse en esta parte de la ciudad.

Casi con las primeras luces fue cuando brilló el filo de los cuchillos entre las manos de los jóvenes, cabezas rapadas, con uniformes de negro que los esperaban en el crucero próximo, en la rotonda de los Cuatro Caminos.

Miguel y Sancho creyeron que se trataba del resplandor de las primeras estrellas en el cielo. Fue como un sueño porque las inmensas lámparas les impidieron mirar la bóveda negra del cielo.

Tal vez se trataba de una de sus últimas aventuras de este par de ancianos, y se sintieron apenados de no tener la suficiente fuerza para salir otra vez heroicos de la batalla. No dijeron nada. Se entregaron a la nueva y misteriosa oscuridad; sin miedo enfrentaron la brillantez del filo de las navajas.    

Como del cielo cayeron desprendidos de la infinita multitud de almas. El fuego los envolvió convirtiéndolos en ceniza. Sus imágenes se transformaron en virtuales, como fragmentos de hologramas. Durante el viaje de regreso, Sancho comenzó a importunar a Miguel:

―Los bueyes hablaron y dijeron mu. No quiero volver a la miseria de morir.

Y regresaron a las páginas amarillentas de los libros viejos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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