miércoles, 11 de diciembre de 2013

EL MISTERIO


 

Aurora Ruiz Vásquez

 

Julio mi hermano, y yo, desayunamos con prolijidad pues nos esperaba un largo día de trabajo y tal vez no probaríamos bocado hasta la noche.  Teníamos casi cuatro años de dedicarnos a acarrear  troncos de árboles, que leñadores expertos talaban sin piedad, a hachazos o auxiliándose de sierras mecánicas en ese bosque espeso de la montaña. Los llevábamos al aserradero del pueblo, valiéndonos de nuestra camioneta Ford. Allí los convertirían en grandes tablones y alfajías pulidas de pino, nogal, caoba o cedro, listas para que las manos del carpintero  fabricaran toda clase de muebles. Los ingresos nos permitían una vida sin problemas económicos y el contacto con la naturaleza nos brindaba una vida saludable y feliz, en compañía de los leñadores y los otros trabajadores.

     Esta mañana, como una excepción, hemos faltado a nuestro trabajo, y hemos llegado muy tarde, pues el sol en el cenit ya enviaba sus rayos quemantes. Se imponía justificar el retraso que, con antelación, se calificaba como una serie de escusas después de una noche de farra, pero no fue así. Fuimos testigos de un hecho sobrenatural inexplicable; sólo al recordarlo aflora el nerviosismo, temor y miedo que nos produjo. Contamos la anécdota a sabiendas de la incredulidad y de no ser comprendidos.

     Partimos  con los primeros rayos del sol, por la carretera central hacia el sur. A escasos kilómetros, tomamos una desviación de terracería cuya pendiente nos hizo disminuir la velocidad sobre terrenos secos arenosos. Seguimos con lentitud el camino lleno de curvas pronunciadas, poco transitadas. Caía la tarde y, muy pronto, la noche nos acompañaría.  Aceleramos, pero de repente nos sorprendimos al escuchar un ruido seco en la carrocería de la camioneta, que nos obligó a detenernos. Además se percibía una atmósfera rara que obstruía la respiración, acompañada de una neblina espesa de calor asfixiante para esa hora del día. Bajé del vehículo, revisé las llantas, la gasolina, la batería y el sistema eléctrico: todo estaba en perfecto orden, pero la camioneta no arrancaba. Extrañados, dejamos pasar unos momentos: insistimos pero nada, la camioneta estaba muerta. Unos hombres que pasaron nos ayudaron a empujar; imposible  moverla, su gran peso no lo permitía;  se había hundido en la arena como en un terreno fangoso y las ruedas patinaban hundiéndose cada vez más. Las personas que, solícitas ayudaron, no queriendo darse por vencidas llamaron a sus amigos hasta completar una multitud que desplegaban todas sus fuerzas en la tarea. Otro camión también ayudó a empujar. Cada quien externaba sus opiniones, pero ninguno conseguía la solución posible. Preocupados, decidimos que Julio fuera a pie, al poblado más cercano en busca de un mecánico, el cual llegó ya entrada la noche.  Revisó minuciosamente la carrocería, no encontró desperfecto alguno, concluyó que se debía a que la camioneta cargaba un peso descomunal, pero ¿cuál si estaba completamente vacía? Después del calor intenso que sentimos, se vino un frío con viento helado y lluvia tupida. En esa noche, sin luna, era desesperante la situación. En la penumbra llegamos a observar, ayudándonos de la lámpara de mano, que la plataforma de la camioneta estaba combada, vencida, próxima a romperse como si en verdad hubiera cargado un peso excesivo. A esas horas no se podía hacer nada, y nos resignamos a pasar la noche en la cabina de la camioneta, cubriéndonos con unas mantas. La gente que nos quiso ayudar, decepcionada, poco a poco se fue retirando. Cansados, acurrucados en la cabina conciliábamos apenas el sueño,  cuando sentimos una sacudida brusca acompañada de un ruido estridente que nos despertó por completo, cuando percibimos  que el vehículo se movía de un lado a otro, como una barca en alta mar; rápidamente tomé el volante y aceleré. El camión empezó como a roncar y luego siguió su marcha sin problemas, dejando atrás un humo gris,  espeso, como producido por la combustión de suficientes maderos, o que la camioneta se hubiera estado incendiando. Los ojos nos ardían y perdíamos la visibilidad que, poco a poco, se fue aclarando, y el humo haciéndose cada vez menor. Seguimos el camino sin hablar, pero estupefactos, Julio y yo nos mirábamos de reojo, no dando crédito a lo que acabábamos de vivir. Ya no llovía, y el sol que se asomaba, prometía un día espléndido.

    Por fin, después de aquella noche inolvidable, regresamos al bosque a recoger los troncos y  a relatar la anécdota que nadie nos creyó. No se volvió a mencionar el asunto; hasta hoy que lo recuerdo y lo narro a ustedes, con la misma emoción y nerviosismo experimentado aquella vez.

 

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