miércoles, 13 de noviembre de 2013

Significado del día de muertos en México y unos apuntes sobre la muerte



Alberto Rafael León Ramos
leon.ramos.rafael@gmail.com

México es un país rico en tradiciones culturales. Aquí se celebra desde la semana santa, las posadas, la navidad y los reyes magos, hasta el día de muertos.  Si bien, existen muchas festividades en el calendario, eso no significa que las personas tengan pleno conocimiento del origen, ni del significado de la mayoría de ellas. En esta vertiente, quiero referirme al día de muertos, que se remonta a las culturas prehispánicas. Al parecer, conforme pasa el tiempo las personas están olvidando la razón de celebrar ese día, confundiéndolo con el Hallowen, pensando que tales acontecimientos son equivalentes. Por ello, surge una pregunta: ¿cuál es el verdadero significado de celebrar el día de muertos en nuestro  país?
     Antes de seguir, hay que aclarar dos cosas: a) el día de muertos no es equiparable con el Hallowen estadounidense,[1]  b) el día de muertos tiene una raigambre histórico-cultural que viene de los pueblos originarios de Mesoamérica, que después se mezclaría con la religiosidad católica de los españoles venidos a la Nueva España. Desembocando en un sincretismo que generó la tradición que hoy tenemos.  Bajo este supuesto, trataré de explicar el significado de esta celebración tan mexicana.
      Los pueblos originarios (popolocas, mexicas, texcocanos, tlaxcaltecas, mayas, mixtecas, entre otros) del continente americano  que se asentaron en lo que hoy es México, tenían un panteón grande de dioses: Tlaloc, Ixchel, Huitzilopochtli, Quetzalcóatl, Miquiztli, por nombrar algunos. Miquiztli es  la deidad azteca que representa la dualidad de  la vida y la muerte, se le representaba como una calavera, el ojo muerto, redondo, la ceja encima de él y una perforación en la sien.  Aquellos primeros pobladores tenían un respeto por la muerte, pero también veían de manera diferente ese suceso del hombre. A la muerte no se le tomaba  como algo protervo, esta visión fue después introducida por la religión católica, sino que era un cambio, por lo que, dependiendo del tipo de muerte, el alma se iba a determinado lugar. Con Tlaloc residían los que habían muerto por diversas enfermedades, ellos pensaban que los fallecidos en guerra, o las mujeres en parto, moraban con el dios Tonatiuh; en el Cincalco  iban los niños, por último, los que tenían muerte natural se dirigían al Mictlan.[2] Estos debían hacer un viaje de cuatro años para recorrer los nueve estratos y llegar con los dioses del inframundo, en donde, al final, recibían su recompensa.
      Las culturas mesoamericanas se tuvieron que mezclar con la cultura europea, en especial con los españoles; quienes, cargados de la religiosidad católica, no veían muy bien las tradiciones de los pueblos originarios. Al paso del tiempo, la interacción idiosincrática fue  configurando lo que hoy conocemos como día de los muertos.  
     La celebración se realiza de norte a sur de nuestro país, las festividades comienzan el día 1 de noviembre, “los fieles difuntos”, en donde se espera la llegada de las almas de los  niños, mientras que el día 2, “todos los santos”, llegan las almas de las personas adultas. Esa es la creencia popular. Aunque en algunos puntos de la república se celebra el día 28 de octubre a las almas de los que fallecieron en accidentes, y el 30 del mismo mes es para las almas que se encuentran en el “limbo”, o de los niños que murieron sin haber sido bautizados. La esencia de esos días no cambia mucho, ya que se espera que las almas lleguen a visitar a sus parientes.
     Sobre el particular, México alberga un mosaico variado. En algunos lados se les hace altares en la casa, o en el mismo campo santo. Otra forma de veneración consiste en  adornar las tumbas de los ancestros con flores olorosas (puede ser cempasúchil, nube o gladiola) y quemar copal. Las fotografías son  importantes en los altares. También se les pone velas o comida para que las “almas” de los difuntos estén a gusto y puedan alimentarse de lo que se les ofrece. Las casas o cementerios tienen que estar bien arreglados esos días para que ellos, al regresar a visitar a sus familiares, vean que no se les ha olvidado y sientan el respeto que se les tiene. La tradición es, todavía, importante en muchos puntos del país, tanto así que a veces se gasta una fuerte cantidad de dinero para ese día, con lo cual se muestra el debido respeto a la memoria del familiar.
     Otras formas de expresión son las calaveritas y las representaciones de la muerte en diferentes formas: dibujos, esculturas o murales. El más famoso retrato de la  muerte o “la catrina” fue realizado por el aguascalentense José Guadalupe Posada. Él criticaba, a través de sus dibujos, a la sociedad en que vivía, y lo hacía en una forma singular, ya que ironizaba a la sociedad de su tiempo. Así fue como, usando las calaveras y la referencia al día de muertos, logró crear una crítica política, social, cultural y, casi sin saberlo, un icono que trascendería la barrera del tiempo; a la cual, hoy casi todo mexicano conocedor de su historia ha visto en algún libro o cuadro, incluso el mismo día de los muertos.
     Las calaveritas son ingeniosos versos populares que hablan de la vida del difunto, sus gustos, aficiones o defectos, de una manera chusca y a veces hasta con doble sentido. Con lo cual se busca recordar las cosas que en vida hizo, pero de la forma en que el mexicano sabe hacerlo: la comedia.  Esto no quiere decir que se le falte al respeto al difunto, sino que es otra manera de recordarlo, ya que la muerte no tiene por qué ser un mal. Lo cual es otra de las expresiones que se han venido forjando sobre el tema de la muerte, que se ha hecho ya una tradición en nuestro país.
     En este tenor, quiero reflexionar un poco sobre la muerte. ¿La muerte es un mal? ¿Es lo peor que le puede pasar a la sustantividad humana?  No son pocos los filósofos que han reflexionado sobre el tema.
     Platón, en la Apología de Sócrates, dirime la cuestión; de ello, retomo las palabras que dice su maestro al pueblo, que ha escuchado la sentencia, dice:
Porque temer a la muerte, atenienses, no es otra cosa que creerse sabio sin serlo, y creer conocer lo que no se sabe. En efecto, nadie conoce la muerte, ni sabe si es el mayor de los bienes para el hombre. Sin embargo, se la teme, como si se supiese con certeza que es el mayor de todos los males. ¡Ah! ¿No es una ignorancia vergonzante creer conocer una cosa que no se conoce?[3] 
      Estas palabras hacen reflexionar en torno a la cuestión de la muerte, ya que no lo dice una sustantividad humana que tiene un lapso de vacío existencial. Lo afirma una persona que ha sido condenada a muerte y que enfrente de sí tiene el último acontecimiento de su vida. Para Sócrates, la muerte no tiene por qué ser un mal, ya que no se puede valorar algo que no se conoce.
     Otro  filósofo griego afirma:
Así pues, el más estremecedor de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos, la muerte no está presente y cuando la muerte está presente, entonces nosotros no somos. No existe, pues, ni para los vivos ni para los muertos, pues para aquéllos todavía no es, y éstos ya no son. Pero la gente huye de la muerte como del mayor de los males, y la reclama otras veces como descanso de los males de su vida.[4]
      Esto lo dice Epicuro en su Carta a Meneceo. Para él, tampoco se puede valorar a la muerte, ya que después de acaecida no se puede comunicar a  otros, por lo que no es posible hablar de ese suceso. Tal vez se sienta cierta inseguridad ante el hecho, porque los que la han presenciado han experimentado ciertos sentimientos de angustia, tristeza o soledad, pero eso no significa que para el que la experimenta sea de esa forma; por tal motivo, no se le puede “valorizar”.
      Ya en el siglo XX, Martín Heidegger resumirá en una frase el tema de la muerte,  “somos ser para la muerte”.[5] Así, el ser humano siempre está en la posibilidad de dejar de ser, de no existir, por eso la muerte es la posibilidad más auténtica de la existencia, y ella es lo más propio de todo ser humano, ya que por un lado nadie te puede quitar eso, ni tampoco nadie te puede enseñar cómo sea.
     El tema de la muerte deja mucho para reflexionar, no por un sentimiento de vacío existencial, sino por el simple hecho de que todos los seres humanos tenemos que enfrentarnos a la muerte día a día. Esto, es un acontecimiento innegable.  
      En nuestro país, la muerte se hace presente de una forma singular, con la celebración de días específicos en el calendario, y eso va estrechamente relacionado con la religiosidad que permea la sociedad. Aquí se barruntó, someramente, el verdadero significado del día de muertos. Lo preocupante es que la misma tradición, como el origen, se estén olvidando. Es menester que esta tradición no se disipe, ya que representa una de las tantas facetas de la cultura  mexicana. Asimismo, este tema es una exhortación a ti, amable lector, para que reflexiones un poco sobre ello, y qué mejor guía que a partir de un enfoque filosófico.
Bibliografía
Epicuro, “Carta a Meneceo”, en R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad Antigua, Herder, Barcelona, 1997.

Heidegger, Martin, Ser y tiempo, Editora Universitaria, Chile, 1998.
Platón, “Apología de Sócrates”, en Diálogos, Editorial Del Valle de México, México, 1976.

Sahagún, Bernardino de, Historia General de las Cosas de la Nueva España, Alianza Editorial, Madrid, 1988.




[1] Hallowen o día de brujas tiene también orígenes  mágico –religiosos, pero  la mayoría de las personas ahora lo asocia simplemente con un carácter de pura festividad social sin tomar en cuenta el lado “original”. Ya que se vuelve un producto para comercializar.
[2] Bernardino de Sahagún, Historia General de las Cosas de la Nueva España, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 221.
[3] Platón, “Apología de Sócrates”, en Diálogos, Editora del Valle de México, México, 1976, p. 98.
[4] Epicuro, “Carta a Meneceo”, en R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos, Herder, Barcelona, 1997, pp. 93–97.
[5]  Martin Heidegger, Ser y tiempo, Editora Universitaria, Chile, 1998, p. 267.

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