jueves, 8 de agosto de 2013

¿QUÉ SI ME GUSTA ESCRIBIR?


Jesús Jiménez Castillo


[Relato de don Marcelino O. Ramos Hernández, ex cronista de Alvarado, Ver., y medalla “Gonzalo Aguirre Beltrán”2008, por sus contribuciones a la cultura de Veracruz]
Cursaba entonces el sexto año de la Escuela Primaria Superior Manuel P. Hernández” de Alvarado, Ver,. Era director del plantel el ilustre profesor Don Luis Hernández Reyes. Yo cumplía entonces 11 años y seguía ms estudios con mucho interés.
Me gustaba tanto escribir, que frecuentemente emborronaba cuartillas, con ideas para mí beneficiosas. Recuerdo con alegría aquella tarde en mi salón de clases:
Miraba asombrado al maestro que leía las hojas escritas que un momento antes le había yo entregado. En momentos dejaba la lectura y me miraba un instante y cada vez que esto hacia yo me sentía como lleno de temor.
Cuando terminó de leer, se acercó donde yo estaba sentado y tembloroso, y me preguntó:
¿Marcelino escribe así con frecuencia? Por contestación sólo moví la cabeza como señal afirmativa. El maestro sonriendo se dirigió a su mesa de trabajo y llamando la atención de todos, les habló de la siguiente manera: Ojalá que todos pudieran grabar en sus mentes y correctamente, lo que su compañero Marcelino nos está mostrando, y mostraba las hojas ya conocidas. Y continuó, el tomar como ejemplo todas las buenas acciones, es digno de buena educación. Y aquí está un buen ejemplo (mostrando mis escritos), les aconsejo que lo tomen como ejemplo. Su compañero de clases, Marcelino, nos escribió un cuento, que con interés y mucho gusto les voy a leer: el cuento lo tituló:
“Historia de mi perro”
(En la escuela´. A los 11 días del mes de octubre de 1930)
Hace apenas unos días que terminé el VI año. Creo lo repetiré si no hay medios para continuar mis estudios superiores. Papá tiene muchos problemas familiares en el trabajo y no sé qué partido tomar.
No siento animosidad alguna, pues como papá y mis hermanos, sentimos aún profundamente la muerte de mamá, acaecida apenas dos años ha, víctima de una terrible enfermedad. Al morir, la alegría de la casa, aquel amor maternal, ahora yo lo siento como una necesidad que se ha convertido en mi vida como una obsesión, que seguramente me mortificará durante los pocos años que Dios me permita vivir, que no han de ser muchos, si las carencias continúan en casa.
Mi pobre padre trabaja incansablemente, logrando apenas el pan de cada día para tan numerosa familia. La ayuda de mis hermanos es relativamente insuficiente. Apenas mis hermanos, los mayores comienzan a trabajar. Yo estudio y atiendo un puestecito para la venta de frutas y verduras, propiedad de mi cuñado José, esposo de mi hermana María Luisa, sólo lo atiendo en las mañanas, y luego del medio día.
Mis hermanos mayores, Martín y Miguel terminaron sus estudios primarios. Martín parece que quiere trabajar la carpintería, Miguel se inclinó por la panadería y ya trabaja en la panadería del tío Amando. Las mujeres: María Francisca, María Luisa, María Mercedes y Leonor que va a cumplir 4 años. Esta es mi familia y mi abuela Feliciana, madre de mi papá que vive al lado.
Francisca ayuda a mi papá en el trabajo de la sastrería, (mi padre es sastre de oficio), María Luisa viaja con frecuencia, María está próxima a casarse y parece que vivirá lejos de casa, Mercedes está en casa y se apresta a los quehaceres domésticos, y la pequeña Leonor, la consentida de la familia, a quien le llamamos “nena” y está al cuidado de todos. Gracias a Dios bien de salud.
Yo estudio la primaria. Me gusta estudiar, pero viendo la situación que nos agobia no dejo de preguntarme: ¿qué me deparará el destino en el futuro? Aparte de las necesidades de la familia siento en veces que flota en el ambiente una queja o una exigencia para mí, por no colaborar para cubrir nuestras necesidades. Pero hago caso omiso de ésta situación, tomo mi perro, un policía alemán obsequio de mi amigo Carlos Lara, y salgo con él luego de cumplir mis obligaciones y haber estudiado lo necesario. Mi perro se ha adaptado a mí de tal forma que hay veces que me asombra con su comportamiento.
Aquel día para mi inolvidable por el curso de las dificultades con mi hermano Martín, que era buen hermano, y seguramente se exaltaba. Ésta vez me llamó la atención muy duramente y yo sin más, un poco dolido y sin medir lo que hacia, poseído de un sentimiento posiblemente equivocado, opté por irme de casa. Para el caso, antes de salir amarré mi perro en su caseta y procurando no ser visto, salí de la casa.
Ya aquella tarde obscurecía. Llovía ligeramente y luego de caminar un rato, me vi de pronto en el astillero a orilla dela laguna. No lo pensé mucho y aprovechando la soledad reinante, me refugié en una de las embarcaciones varadas, seguramente para su arreglo.
Cuando me introduje en el barco llovía a cántaros. Baje las cortinas laterales, y luego de observar el interior de la embarcación y al localizar la bodeguita de proa, aproveché su interior como cama y me acomodé para dormir, arrullado por la lluvia.
Aún no aclaraba el nuevo día cuando me desperté al escuchar que alguien pretendía subir a la embarcación. Un poco asustado levanté un poco la cortina ¡oh sorpresa! Quien hacia el ruido arañando el casco era mi perro.
Pasada la sorpresa y con lágrimas en los ojos, ordené a mi perro que se retirara cosa que hizo de inmediato.
Ya no pude dormir más, aún estaba obscuro y continuaba la lluvia. Me senté y mil pensamientos cruzaron por mi mente hasta inquietarme. De pronto, lleno de espanto vi que alguien levantaba la cortina del cuarto de máquina y… era mi papá que con cariñosas palabras, me invitaba a volver a casa.
En el camino a casa le pregunté a papá: ¡Quien soltó a Titán? Y él me respondió:
El perro se soltó luego de una noche de inquietud… pero vamos a casa hijo mío.
Más que por obediencia, por el deseo de llegar a casa, apresuré el paso como lo hacia papá.
Mis hermanas, no se por qué, me recibieron llorando. Todo terminó cuando les prometí no volver a intentar escaparme. Y mi perro, testigo de la escena, manifestaba su inquietud y alegría golpeándome mis piernas con sus patas delanteras y corriendo con la misma alegría hacia adelante un buen trecho y volviéndose nuevamente hacia mí.
Comprendí lo que titán quería, y con el permiso de mi papá, caminando con mi perro a mi lado calle arriba, nos encaminamos hacia la casa de la tía Emilia, que vivía al norte de la ciudad, tras del edificio de la “fábrica de puros La familia” del español Don Juan Esteva Roger. Me quedé la tarde de ese día con mis tíos, ya con el alma en paz.
Concluida la lectura, el maestro se paró y caminó hacia el grupo y le dijo: Cuanto me gustaría que siguieran con interés el proceder de Marcelino. Y saludando como siempre, se retiró del salón.

AMOR BUCÓLICO
Marcelino O Ramos Hernández
En aquel lugar se respiraba tranquilidad y belleza. Era un maravilloso rincón tropical de la costa sotaventina a orillas del río Papaloapan.
El bosquecillo de manglares, que se extendía hacia el poniente y por toda la orilla del río, esa mañana se mostraba vivido por el viento del terral que soplaba con suavidad, arrastrando hacia el sureste las nubes de agua que durante la noche estuvieron derramando el contenido de sus ventrudos depósitos en forma de lluvia abundante.
Aquel ranchito era sólo una casita, una casita que por el esmero de su cuidado se manifestaba admirable si la comparamos con la mayoría de las que pueblan los campos de nuestra región, aislados en su mayoría y en un abandono que lastima a quienes lo observan. Así se manifiestan esos bohíos en nuestra campiña costera.
La casa de referencia se mostraba asentada en un claro rodeado de árboles frutales y palmeras, con una vista al río maravillosa; es orgullo de sus habitantes que siempre han vivido en continuo contacto con la naturaleza. Se dedican a las labores del campo y a la pesca, con lo que mantienen su modo de vivir, confiados en la seguridad de sus esfuerzos, lo que les hace más llevadero ese voluntario aislamiento en que viven.
El día que me voy a referir ya era entrada la mañana. La espesa niebla que había dejado estacionada el viento del terral comenzaba a levantarse, anunciando un magnifico día. Los primeros rayos del sol se filtraban por sobre las tranquilas palmeras, iniciando la tarea de vaporizar las gotas de rocío que, al recibir la luz, se convertía la floresta por instantes en un joyero con reflejos de policromados colores.
Ya alto el sol y luego del trajín tempranero en el interior de la casa con el fin de continuar las labores del día, una mocita que toma camino al río sale alegre como una pascua con un canasto de ropa sobre su cintura. Su desarrollo y belleza sobrepasan sus 16 años recién cumplidos. Ella es la personificación de la mujer costeña, de la alegre jarocha, de la sana mujer del campo alejada del modernismo, de los vicios propios de las grandes aglomeraciones y de los numerosos sofismas que engendra la ciudad. Si le miramos de cerca, seguro que nos llamaría la atención su negra cabellera que recogida en forma de trenzas, corona su cabeza; observaríamos que es morena con un contorneado cuerpo y de andar zalamero; que lleva descalzos sus pies, y como tápalo para su cuerpo una blusa en tal forma ajustada, que como preciosas palomas pugnan y se esfuerzan por dejar su envolvente ropaje sus admirables y bien desarrollados senos; unas faldas amplias le cubre hasta más debajo de las rodillas, las cuales se recogen y amplían con el contoneo de su cuerpo al caminar. Va canturreando más con la expresión de sus facciones que con su voz; sus ojos son grandes y de mirar picaresco, coronados por largas pestañas y cejas abundantes. En su hermoso rostro muestra unos labios que reflejan, como sus ojos, alegría sin par. Va rumbo al lavadero que se encuentra a orillas del río, bajo la fronda de un gigantesco amate a cuyos pies se localiza el pozo de donde se abastecen de agua dulce.
Luego de bajar aquellos altozanos, como nerviosa gacela hacia el río, se desenvuelve con gráciles movimientos en el desempeño de su trabajo. Los matorrales cercanos expuestos al sol le sirven de secadero de ropa, y bailando y tarareando una popular melodía, va y viene con frecuencia a medida que cumple con su cometido. Actúa tal como si estuviera sola con la naturaleza. En ocasiones suspende su trabajo para escuchar y admirar las numerosas avecillas canoras que pueblan el ramaje del amate, o dirige su mirada hacia las aguas del río que corre precipitadamente hacia el mar, coloreadas, borrosas y sucias por el arrastre que las lluvias, abundantes este año, han depositado en él; pero estas son pequeñas distracciones que le proporcionan ligeros descansos, instantes después reanuda sus labores desenvolviéndose con agilidad en su quehacer.
Concluida su faena se dispone, luego de recoger sus enseres, a lavarse sus pies llenos de arena. Para ello, creyéndose sola, va hacia un bote varado en la orilla cercana al pozo, y luego de levantar sus faldas hasta arrollarlas y ajustarlas en la cintura, se lava sus bien contorneadas piernas hasta mucho más arriba de las rodillas. Levantando el pie a la altura de la proa del botecillo, baño con agua fresca sus piernas. La sensación que le produjo el agua fresca, se le veía reflejada en su hermoso rostro.
Mientras tanto, y sin perder uno solo de sus movimientos, alguien se encontraba tras los matorrales observando la escena desde que la moza inició su trabajo. A medida que pasaba el tiempo o se acercaba la muchacha a su escondite, el observador se sentía presa de una desbordante inquietud, y cuando ella se dispuso al aseo de sus piernas, esa inquietud llegó al máximo y sin saber que hacer, se concretó a cerrar los ojos por unos instantes, temeroso de sí mismo por lo indiscreto de su proceder. Aprovechando el momento y la oportunidad de verlo tal cual es, observamos que es un muchacho de aspecto fuerte, de más o menos la misma edad que ella. Lleva descubierto el torso y sus brazos tostados más que su cuerpo por el sol; de anchos hombros y de cara recia pero jovial. Desde su escondite, seguía a la muchacha con su mirada a todas partes. En ocasiones se veía precisado a apartar algunas ramas que le impedían la visibilidad y como si cada escena fuera un nuevo triunfo para él, se llenaba de una alegría cada vez más grande. Era tan grande su emotividad que se removía nerviosamente en su escondite hasta sentir que los latidos de su corazón eran tan fuertes que en algunos momentos creyó que podrían delatarlo. Esta situación se hizo más crítica en el momento que ella se dispuso a bañar sus piernas; abrió sus ojos desmesuradamente y nuevamente al sentir que su corazón palpitaba tan fuerte, se vio precisado a apretarse el pecho con sus fuertes y callosas manos por temor de que los latidos fuese escuchados por la moza de sus sueños.
Para él tiempo había transcurrido sin sentido, y cuando ella, luego de recoger su canasto se disponía tomar el camino de vuelta a casa, el enamorado trató de apartar una rama que le impedía la visibilidad, pero lo hizo con tal brusquedad que la rama cedió hasta quebrarse. El ruido sorprendió a la muchacha quien, como impulsada por un resorte, volvió su cabeza hacia donde escuchó el ruido, y descubriendo al muchacho en su escondite, como una gacela, más que correr, saltó hasta donde él se encontraba.
El mozo se incorporó lentamente lleno de timidez y ella, aprovechando que le favorecía la situación, apostrofó al muchacho como le dio la gana, mientras que él, indefenso como un perro boca arriba, se concretó a escuchar el sermón sin mover uno solo de sus músculos.
A pesar de todo, ante la timidez del curioso enamorado, ella sonrío pero sin dejar de increparlo. A medida de más hablaba, como si se diese cuenta que con todo y lo alto de su voz no le escuchaba, se le acercó tanto, que el pudo verse retratado en esos admirables ojos que tantas veces había visto… en sueños. Esta actitud hizo sentir al muchacho más poseído de la pena de hasta verse obligado a bajar la cabeza, lo que aprovecho ella para colmarlo de reproches, pero sin dejar de sonreírle y reglarle la más significativa de las coqueterías. Mientras tanto, la victima seguía soportando el chaparrón, sin mover uno solo de sus cabellos.
Cuando ella estuvo tan cerca de él que podía escuchar su precipitada respiración, cambió de pronto su expresión poniendo ahora una carita graciosa y festiva, llena de emoción y hasta suplicante. Sus rápidos movimientos le acercaron tanto que sus frescas y rosadas mejillas casi rozaban la barbilla del muchacho, y como si quisiera pedirle perdón por la brusquedad del momento anterior, quiso hablarle con más suavidad, pero no pudo, y se concretó a poner sus manos sobre sus hombros desnudos, sacudiéndole levemente. Al sentir Pablito la tersura de la cara de la mocita reaccionó momentáneamente y, sin poderlo remediar, con una emoción que no cabía en él, le estampo un beso en la mejilla con todas las fuerzas de su alma. Pablo, pensando que la reacción de ella sería de brusquedad, que de nuevo ella se indignaría, volvióse a quedar paralizando esperando el castigo de la joven, todo arrobado, pero sin dejar de mirarla.
Luego que sintió la rancherita el contacto del beso, caminando hacia atrás caminó lentamente, cuando estuvo al alcance del canasto vacío se inclinó para levantarlo y luego de regalarle una sonrisa la muchacho, con paso rápido y lleno de alborozo, subió el camino del barranco de vuelta a casa mostrando en cada paso la felicidad que le embargaba, y que seguro en adelante removería la paz reinante de su ranchito.

Mientras Pablito, una vez que desapareció la chica tras la arboleda, volvió de su letargo y como impulsado por una fuerza muy grande dio un salto lleno de contento e intento dar un grito que ahogó con su propia emoción. Luego que se repuso corrió río arriba lleno de alegría, hasta perderse en el próximo recodo. Instantes después, en aquel rincón volvió a imperarla naturaleza. El viento movía suavemente el ramaje de la arboleda; los pajarillos dejaban escuchar sus trinos. Y allá en la pequeña casita, rancho dela paz, la inquietud convertida en dulzura y alegría, irrumpía a la paz que siempre había reinado en aquel paraíso.

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