jueves, 8 de agosto de 2013

Lenguaje dinámico


Samuel Nepomuceno Limón

Muchas veces hemos escuchado o leído que la lengua se encuentra viva, en constante transformación. Allá en el pasado de las lenguas, lo que alguna vez tuvo el aspecto de una degeneración del habla derivó, pasado el tiempo, en varios casos, en una nueva y creciente forma de comunicación, una lengua inesperada.
   El mismo español ha cursado por diversas trasformaciones. Aquellas expresiones narradas en El Quijote, comparadas con las de la actualidad, ahora se leen y escuchan extrañas.  En la misma España, la transformación del latín primigenio ha continuado y ahora existen diversas variantes del idioma. Ya ni se diga de la diversidad observada en las expresiones adoptadas y desarrolladas en cada país de lengua hispana.
   El español cotidiano se halla también en cambio constante. Al menos en nuestro medio, prácticamente cada estrato social cuenta con su vocabulario y giros lingüísticos propios. A tal transformación  parece estar contribuyendo la tecnología creada en el renglón de la comunicación escrita.
   El empleo de plumas de ave, plumillas de metal y después estilográficas se avenía con una escritura continua, de una sola línea, que atravesaba la palabra, iniciándose en la primera letra de y finalizando con el rasgo de aspecto caudal que daba término a la letra postrera. Al escribir, ocurrían interrupciones en la escritura de las palabras, ya fuera para colocar una tilde o para volver a humedecer la pluma o el cálamo con la tienda. Por supuesto, había quienes preferían completar los rasgos sueltos después de haber escrito la palabra completa.
   Pasadas las décadas, aparecieron los bolígrafos, denominados así por la imperceptible esfera prisionera en la punta del estilo para dar paso a una tinta semilíquida. Con estos instrumentos se facilitaron otros tipos de letra. Los mensajes eran cursados con mayor facilidad. En los tiempos actuales, la irrupción de los teclados está influyendo para una nueva variación en la escritura.
   Cada vez es más frecuente observar los bolsillos de las camisas masculinas desprovistos de lapiceros y los pequeños trozos de papel que atesoraban pequeñas anotaciones. Muchos jóvenes prefieren tomar sus notas rápidas en la memoria de un teléfono celular. En lugar de la antigua pareja de papel y lápiz, sacan de su estuche un artilugio con teclado. Teclas pequeñas, pantallas reducidas. Ello ha dado lugar a la búsqueda de una economía en las letras y palabras de los mensajes y notas personales. Con el cambio pareciera estarse perdiendo de vista la necesidad de expresarse con palabras completas y oraciones con sentido gramatical. El nuevo vocabulario tiene palabas muy cortas. Apenas parecen abreviaturas arbitrariamente conformadas de lo que antes eran las palabras que todo mundo entendía. Estas circunstancias tienen por resultado que las frases tengan menos palabras, las palabras, menos letras y, con ello, menos ideas desarrolladas.
   En diversos medios se escuchan voces de alerta que prevén un futuro catastrófico para el lenguaje. El problema a futuro conllevaría a un deterioro de la forma en que se expresa el pensamiento. Ya se está haciendo presente una cierta incapacidad comunicativa. Muchos jóvenes se ven limitados, seriamente limitados para hablar o escribir las palabras que expresen lo que piensan y hallar el modo de que sus oraciones tengan un sentido para quienes las escuchan o llegan a leerlas.
   La escritora Margo Glantz, en su artículo “El Apocalipsis según Google” (La Jornada, 18/12/12), vaticina “que el castellano corre el riesgo de convertirse en una lengua simplificada: varios tiempos verbales y por tanto, matices muy finos y fundamentales del idioma, se están eliminando. En España es ya un hecho consumado: el pasado simple ha desaparecido por completo del idioma. En Argentina el subjuntivo y el condicional corren el riesgo de desaparecer, o ya han desaparecido de la lengua corriente, tanto en la escrita como en la hablada. Como muestra baste este botón, lo extraigo de un texto reciente que he leído gracias a las redes sociales: ‘Tuve que esperar a que el cajero les ofrezca (¿no debería decirse ofreciera?) a los soldados todas las ofertas del día y que esto les desee (¿no debería decirse deseara?) una buena contienda, sin importarle que el resto de los cajeros fuera (aquí se utiliza el subjuntivo) árabe.’”
   En otro trabajo, “Al bachillerato tecnológico le falta ‘educación de calidad’” (La Jornada, 23/06/13), Laura Poy Solano expresa que “Un profesor con más de 25 años de servicio entrevistado que solicitó el anonimato por temor a represalias, afirmó que […] la formación académica con que ingresan sus estudiantes ‘es muy deficiente. Prácticamente no comprenden los textos y las matemáticas son factor que pesa mucho para que acaben por abandonar el aula’. Como profesor de lectura, expresión oral y escrita, enfatiza que los propios alumnos sienten ‘una terrible frustración porque no pueden expresar lo que piensan o sienten. Su vocabulario es escaso. No tienen herramientas para comunicarse con los demás’”.
   El asunto resulta preocupante, en efecto, ya que cada palabra que entendemos o utilizamos se encuentra asociada con una idea o una serie de ideas. Las palabras se relacionan con redes de conceptos. Un vocabulario rico es indicador de un modo de pensamiento desarrollado. Por el contrario, la disposición de unas cuantas palabras para la comunicación con los otros, con significados reducidos, es concomitante de una pobreza de ideas, un pensamiento que pareciera que se conserva un estado embrionario.
   Cada uno asigna sus propios significados a las palabras que escucha, pronuncia, lee o escribe. La expresión ‘una línea continua’, por ejemplo, se relaciona con la imagen de un trazo ininterrumpido, dado el sentido del adjetivo. En varios vehículos del servicio público de pasajeros leemos en su parte trasera: Paradas continuas. Una parada consiste en la detención del movimiento, el cese de él. Una cesación ininterrumpida del movimiento significaría la inmovilidad total, lo cual carece de sentido en tratándose de vehículos que transitan de un lado a otro llevando pasajeros.
   En cuanto al lenguaje escrito, se observa que las personas que mayor contacto tienen con el público son los periodistas y los publicistas. Los escritos de los primeros, antes de su publicación, pasan por las manos del personal de redacción, mientras que los encargados de la publicidad hacen un uso libre de la ortografía, especialmente en lo que respecta a la acentuación y la puntuación. Estos últimos, justamente por ser los dispensadores de los textos para el grueso de la gente, debieran cuidar la calidad gramatical de sus productos. El público, a falta de otras lecturas, aprende de periodistas y publicistas. En tal razón, la responsabilidad moral de éstos con el lenguaje reviste gran importancia.
   Los autores de libros, por su parte, se encuentran sujetos a las políticas editoriales de quienes se encargan de dar a la luz sus obras. Muchas empresas, sobre todo las más profesionales, cuentan con revisores de estilo y editores, quienes trabajan muy de cerca con los autores, en una interacción fructífera que hace que los trabajos publicados en ocasiones difieran notablemente del primer borrador que hayan entregado al editor. Tal sujeción a las normas de revisión permite que los lectores dispongan de un texto que ya pasó antes por varias manos. La escritura está más cuidada y, sobre todo en la narrativa, hay escritores que hacen un uso magistral del lenguaje, por cuanto respecta a la sintaxis, las metáforas empleadas, la concreción, los significados.
   Hay una relación muy estrecha entre el leer y el escribir. El primero alimenta el segundo. Quien no lee se halla alejado de fuentes de influencia que resultan de mucha utilidad. Su vocabulario tiende la pobreza, a fuerza de emplear siempre las mismas palabras y dar a sus vocablos una significación demasiado genérica, al grado que uno de éstos podría significar una docena de situaciones, si no es que más. Con unas cuantas palabras pretenden decir todo. Eso, ciertamente, no contribuye a mejorar la comunicación entre las personas.
   Las palabras comunican, esto es, ponen a la gente en común. Se da una convergencia entre quienes escriben y los que reciben el mensaje de los textos. El autor imprime un sentido a lo que dice. Deposita sus significaciones en lo que expresa. El lector, por su parte, asigna sus propias interpretaciones a los textos. Cada uno piensa según sus vivencias. Las palabras permiten a unas personas apropiarse de las impresiones derivadas de la experiencia de otras. De este modo unas enriquecen el conocimiento de las otras.
   Leer una novela, por ejemplo, permite que el lector reviva en cada verbo las acciones que él mismo habría ejecutado alguna vez. Facilita que ponga en marcha, aunque sea por un instante, sentimientos que ya permanecían sepultados por el polvo del tiempo. La lectura coloca a la persona en contacto consigo misma, a través de la exploración de su pasado, sus sueños, ilusiones y expectativas del futuro.
   Quien lee está más propenso a la escritura. Para él escribir puede significar, al menos en el principio, imaginar que está leyendo de otro lo que sale de su pluma. O en su teclado. Escribe teniendo presente a alguien en su mente. ¿Cómo comprenderá esta expresión el lector? ¿Cómo diría estas cosas mi escritor favorito? Comunicación. Contactos cercanos, casi íntimos por cuanto respecto al pensamiento, con gente del pasado, en las lecturas; y con gente que aún no ha tenido ante sus ojos el mensaje que el autor pone a su disposición. Comunicación. Leer abre las puertas de entrada. Escribir, las puertas que permiten a los demás contemplar el interior. El interior de un pensamiento, el interior de un alma. Al contemplarse el lector desde el autor se identifica, merced a sus propias significaciones, con los pensamientos, emociones y sentimientos de quien los asentó sobre el papel Se produce un momento de contacto etéreo de dos entidades inmateriales. Comunicación.
   Durante siglos la escritura adquirió vida a través de trazos realizados con un instrumento manual sobre una hoja de papel. La humanidad tiene muchos años poniendo juntos la pluma o el lápiz y papel. Ello también ha derivado en algunos estudios. Hay investigadores que afirman que escribir a mano une en estrecha conexión diversas partes del cerebro, distintas de las que se activan al escribir mediante un teclado. Desconocemos en qué consistan las diferencias en tal actividad cerebral.
   Hoy muchos jóvenes, mujeres y hombres, guardan sus notas en el teléfono u otro dispositivo electrónico. Hay aparatos en el comercio que tienen funciones de teclado. Son pantallas sensibles a la presión táctil, completamente lisas. Los teclados mismos han pasado por diversas transformaciones. Al principio contenían, sí, efectivamente, teclas, como las que ocupaban un sitio importante en las máquinas de escribir mecánicas del siglo pasado. Aquellas viejas Remington y Underwood. De ahí se pasó a teclas más pequeñas, todavía oprimibles. Las actuales constituyen espacios que apenas cambian sensiblemente de nivel al ser acariciadas con las yemas de los dedos. Son simplemente superficies sensibles al tacto.
   Ahora, que es mucho más fácil escribir es justamente cuando menos se escribe. ¿Se imagina el lector a un hombre instruido de hace siglos cuando expresaba sus ideas empleando una pluma de ave? Tener que elaborar primero la pluma, mantenerla afilada con el cortaplumas (las navajas de aquella época), preparar la tinta, disponer el papel y el secante. Ya con todo a la mano, humedecer en tinta la punta de la pluma, colocarla sobre papel para deslizarla mientras trazaba algunas palabras o sílabas antes de que la tinta se secara; volver a humedecerla, cuidar que no hubiera tinta en exceso en la punta… Escribir, mojar la pluma, escribir, mojar la pluma. Esas pequeñas o grandes interrupciones seguramente entorpecerían algunas veces la fluidez de las ideas, que no podían ser expresadas con el mismo ritmo con que eran elaboradas. Qué paciencia debían poseer, además de su fuerza de voluntad, aquellas personas. Leonardo da Vinci, en añadidura, escribía las letras en sentido inverso, como si estuvieran reflejadas en un espejo.
   Al igual que M. Glantz, hay quienes ven un futuro catastrófico para la escritura. Esperemos que no llegue a ser así, pues ello, culturalmente, significaría un retroceso. En lo horizontal, para la comunicación humana de persona a persona. En lo vertical, para la trascendencia del pensamiento de los individuos. El ser humano común no va a dejar huella escrita alguna, pues con él desaparecerá su pensamiento.
   Como efecto por la tecnología, el presente está siendo archivado. Ya no en hojas de papel, sino en dispositivos electrónicos de memoria. Éstos serán de enorme utilidad mientras exista la tecnología que permite su lectura. Al desaparecer también, por los cambios tecnológicos, habría que re-archivar la memoria escrita y fotográfica. Ello podría poner en riesgo el paso de la información de una época a otra. Parte de nuestro presente, que mañana será el pasado, podría no ser trasmitido a las nuevas generaciones. Con ese presente nos referimos al pensamiento de tanta gente útil que todavía tiene cosas valiosas que decir.
   De hecho, muchas grandes bibliotecas norteamericanas y europeas están digitalizando sus acervos. Convertir manchas ordenadas de tinta en bits, para mañana registrarlas nuevamente, según la modalidad facilitada en ese entonces por su tecnología.
   Unas formas de dejar huella del pensamiento ceden el paso a otras. Esperemos que las grandes ventajas que representa la escritura para el espíritu y la cultura no se pierdan.
   En la actualidad, es posible que el texto de un libro o un artículo nunca haya sido escrito sobre papel ni haya pasado por la punta aguda de un instrumento de escritura manual. Pudo haber sido redactado directamente desde el teclado de una computadora, revisado en pantalla, almacenado en una memoria portátil. De ahí, pasado a la computadora del editor, y después, a la impresora. De este modo, las letras que vemos sobre el papel impreso nunca supieron lo que era ser letra manuscrita.

   Letras, símbolos, palabras…, expresiones de una manera de pensar.

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