lunes, 11 de marzo de 2013

Destellos del silencio



Silvestre Manuel Hernández *


Para mi hermano Ernesto,
con cariño y agradecimiento,
 por mostrarme lo noble de la vida.

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Antes de pasar a declarar, fue descartando una a una las cosas que llenaban su mundo. Esta, porque implicó tal pérdida de tiempo y de ánimo; aquélla otra, porque significó trabajo y sacrificio en vano; la más “valiosa”, porque sólo fue apariencia; y así continuó, aplicando este y aquel adjetivo a modo de justificación en contra, hasta que escuchó el llamado y casi quedó sin nada en el recuerdo. Uno más en la lista, y uno menos que anotar, pensó satisfecho y emprendió la marcha.
    La mesa de notables quedó complacida cuando lo vieron entrar llevando consigo sólo una hoja en blanco y un bolígrafo, dando a entender que no había escrito nada memorable, y que tal vez podría corregir eso del otro lado de la vida, con aquello que aún no descartaba, una vez ejecutada la sentencia en su contra en ese espacio de saber y prudencia reservado al tiempo y las acciones, las buenas acciones.

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Su mirada se perdía en el lento fluir del agua. De rodillas, como a dos metros del río, temblando, sostenía una bandeja con una veladora encendida; movía los  labios. La respiración, agitada, demacraba más el rostro. Cuántas noches necesitaría para cerrar las heridas. Hasta cuándo dejaría de dar vueltas la venganza, por qué el honor se cobraba con la vida. Llegó a preguntarse, una vez terminada la inmolación. Sus ojos no expresaban odio o rencor, sino una espera. La humillación, el crimen, hundidos en su maldad, pronto se alejarían, desde ahí los vería pasar, y en su camino algo de ella también se iría.
     El dolor, el recuerdo, qué pesaría más en la sentencia, por cuál recibiría primero el castigo. Sus padres estaban allá, diáfanos en las sombras, sin reclamos, sin alguien a sus pies. Ella, encerrada en sí misma, imploraba perdón; reconocimiento a sus causas, por míseras que fueran; deseaba comprensión, aun de la justicia. Aceptaba sus cargos, exculpaba a sus esbirros.
     Los rezos no eran vanos, allá venía el costal, cubriendo pecador y pecado. Con dificultad se levantó, contempló la contracorriente, presente y pasado se unían en lo funesto, tan cerca. Caminó hasta la orilla. Cuando el bulto estaba por pasar delante de ella, volvió a arrodillarse, estiró las manos, empujó levemente la bandeja y dejó todo a la deriva. Cerró los ojos y agachó la cabeza, las piernas le flaqueaban, los dolores eran más intensos.
    Ahora, el correr del río interrumpía el silencio. Su llanto era interno, solo en medio de esa vida, distinto ante sus muertos, apagado, subsistiendo a la incertidumbre, sin lágrimas. Entrelazó los dedos, sintió su vacío, su herencia, su fragilidad. La gracia parecía impregnarlo todo, naciendo entre los rayos del sol. Cayó de frente. El agua mojaba sus cabellos, el vestido de su fiesta de quince años conservaba las manchas. La luz seguía su curso, enhiesta, al lado del homicida, del violador, alumbrando su nada.

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Casi toda su vida transcurrió en una búsqueda permanente de conceptos para comunicar lo que llevaba dentro, y deshacerse de ese mal casi inefable que obstaculizaba su vida. Hizo gala de la retórica, la filosofía, la matemática, la teología y otros saberes, y nada, lo más pleno del sentimiento no afloraba en las palabras. Vio a su alrededor y comprobó que los demás no necesitaban de referentes complicados para vivir, sólo de acciones concretas, y esto parecía alegrarles. Entonces, quiso cosificar las cosas que verdaderamente valían la pena en su existencia, y ofrecerlas a los demás; pero, tras varios intentos, se dio cuenta de la imposibilidad de extraer algo del pasado, mostrarlo como evidencia de que había sufrido, reído, amado, llorado, que en algún momento se volcó hacia su interior, pues para él ahí radicaba lo significativo de su paso por el mundo. Sin embargo, aceptó lo incosificable de aquello que nos pasa mientras la vida expía de nosotros. Y así, estoicamente dejó de cuestionar esto y aquello; hizo a un lado los prejuicios y se abandonó a la soledad de los otros. El valor del silencio lo esperaba, quizá la felicidad. La sonrisa tal vez fuera lo más próximo al entendimiento con el otro, y algo más allá del mal y lo inefable, casi una señal de la eternidad y la sabiduría. Sí, el silencio, la sonrisa, ambos en su justo valor: lo que vería.

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La vida, qué valía ya en esos momentos. Todo eran ecos sordos, confusos; el ayer; qué del ahora; ¿y el mal?; qué del bien: ver lo que antes no había visto, hacia adentro, hacia afuera, ¿para? Hacia dónde inclinar el peso, no de eso, de lo obvio, sino de lo otro, de lo suyo. Quién podría valorarlo en–sí, sin aludir a entidades trascendentes, sólo apegándose al sentir, al dolor, al hartazgo de existir. Las horas eran huecas, inabarcables, solas, plenas en su reluciente nada. Si la carga fuera menos, si ellos entendieran, si Él lo librara de todo. Sí, lo aceptaba, lo pedía, cada mañana al persignarse, el fin, el fin; al acostarse e imaginar el ya no más, el “hasta aquí”, el descanso, quizá algo más, pero sin dolor. Sin embargo, la duda, el por qué, el adónde; el sufrir a pesar de lo leído, de lo hablado, de lo visto; la fe resquebrajada, Dios por uno de los senderos, ¿cuál tomar? Los recuerdos, los sueños; el deseo, sólo uno: más allá, o en el fondo, el castigo. Dejar las cosas, este mundo; descender hacia el vacío, sin ruido, sin pensar en el mal, haciendo a un lado los sentidos, el tiempo, el espacio; solo, en silencio. Ante sí, el sosiego, tal vez el olvido; contemplar los hechos y los seres como son, como fueron, vislumbrar su fragilidad, su pobreza, su probable ser. Pero ahí, presente, el sufrimiento, el dolor, ¿cuánto más?, retando los despojos, la humanidad degradada con tanto instrumento bombeándole aire e inyectándole “vida”. Para qué, si él ya quería irse, ya se había despedido de esto y de aquello, a su manera: mandando todo a la chingada, dignamente, sin resentimientos. Ya no más lágrimas, no más molestias, jamás ese abandono: que todo fuera como debiera ser. Los temblores se alejaban; la mente se iba apagando, la ligereza lo afirmaba; eso algo extraño entre el sentir y el desear lo era todo: qué abría después. Ya, por favor, sácame de sufrir, perdóname. Por qué me haces esto, Señor. ¿De dónde venía la súplica? La vida hacía lo suyo, cobraba la afrenta, hoy, siempre. El dolor se expandía. El sufrir expiraba, punzante, preparando el final, el golpe. Ya no más tiempo; unos segundos, ya no más aire, la eternidad, la muerte… Sólo eso.

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Cansados de ver pasar a tanta gente por sus confines, siempre en actitud similar, cierto día se pusieron a deliberar, el Tiempo y el Espacio, sobre los errores y sinsentidos del común de los hombres, y sobre los grandes temas que los sabios argüían en sus textos. Mas, después de enconadas tesis y antítesis, fue preciso buscar una intermediación, pues ambos hacían gala de justicia y caballerosidad, amén de amplia cultura y agudeza intelectual, y no encontraron mejor síntesis que la Historia.
     Pero una vez que la invitada desplegó uno a uno los argumentos sobre el abanico temático en discusión, plenamente testimoniados en escritos y ejemplificados en obras, el Tiempo y el Espacio fueron perdiendo presencia, hasta ser absorbidos por los hechos.
    Desde entonces, la Historia ha guardado silencio, y los seres humanos continúan su libre tránsito y plácido errar por el mundo, sin ningún impertinente deseoso de saber sus razones.

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Los ruidos se hacían más perceptibles a cada momento: era como si la muerte estuviera zigzagueando su guadaña: zig – zag – zig – zag, y ningún sitio escapara a su paso.
                                                                        El miedo se iba apoderando de ellos.
Los errores se pagaban muy caro, ahora lo entendían.
                                                                        Uno a otro se miraba sin saber qué hacer, la angustia inundaba sus rostros.
                                                                        Todo llegaba en su justo momento, más tratándose de un delito casi divino.
Ahora el ulular era sordo, como si el aire se hubiera espesado y ennegrecido.
                                                                       Los dos apretaban sus manos y se murmuraban, en medio del llanto contenido: “por qué”... “por qué”... “por qué tuvimos que descubrir eso”. ¿Cómo es que llegamos hasta aquí?
                                                                      ¿Viste su cara, observaste sus gestos? La depravación y la indiferencia, el odio y el poder juntos. Le preguntó ella, viéndolo a los ojos.
                                                                     Él giró la cabeza, como intentando adivinar por dónde llegaría el golpe.
Ya no había tiempo para el arrepentimiento ni la búsqueda del perdón. La vida estaba por terminar con el juego: nadie tenía el derecho de juzgar los actos de un hombre dedicado toda su vida a la santidad, a la Palabra.
         Burlar lo inmediato. La salida, la salida, por dónde, rápido: ya. No ver más…
                                                                       Ella, no del todo consciente y aún tirada en el piso, volvió a preguntarse: “por qué”... “por qué”... y al no obtener respuesta dedujo todo. Filippo había sido atrapado en la carrera. Parpadeó una y otra vez hasta ver cómo los pedazos del cuerpo caían de una larga mesa y se iban amontonando en el suelo; la sangre dibujaba pequeños caminos.
                                               No pudo pensar en nada.
El líquido satinado expandiéndose, los miembros destazados, la imagen de la joven gritando de dolor y desesperación con el hombre ese encima de ella gozando del ultraje, ¿qué sería de ella en poco tiempo? Todo, mezclado con el sonido desquiciante: zig – zag – zig – zag, haciéndola temblar y el grito a punto de estallar. 
                                                                       Después, sólo vio su mirada fulminante acercándosele, como desprendida de los hábitos nuevamente manchados de rojo. La “justicia”, el “silencio”…Y el ruido aquel: zig – zag – zig – zag.

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La muerte entra por las grietas que abre el tiempo, toma su presa y se va sonriendo, a veces, en medio del silencio humedecido dejado tras sus huellas: lo demás somos nosotros, prófugos del destino y pendientes de la eternidad. Se repetía constantemente, casi al parejo de los golpes y rasguños, como acentuando cada sílaba en su rostro pálido. La apuesta era suya, quién jugaría con quién. La eternidad lo esperaba del otro lado, sin juicios condenatorios, perenne en su esencia; bien lo sabía, de ahí las grandes jornadas de trabajo, los méritos eran buenos. Qué importaba perderse en ese mundo desde… que decidió encausar las cosas y cambiar el orden, saliéndose de él.
     El sudor le escurría por la frente y el cuello. Sus uñas se hundían en la pared, el movimiento de sus brazos flaqueaba. Él sonreía, cansado, pero con el ánimo de otros días. Si el mundo seguía igual, siempre habría otras formas de entenderlo. Se dijo, mientras sacudía las manos para descansar un poco. Su mirada estaba fija en un sólo punto, el camino, pero esto no significaba gran cosa, o a decir verdad, no significaba nada, “nada en un sentido amplio”, como había escuchado: sólo era lo distintivo entre lo demás; el camino, después vendría la revelación.
    Cuando empezaron a dolerle las manos buscó algo para ayudarse, lo más próximo fue un peine y un tenedor, con ellos continuó el trabajo. El tiempo le pesaba, la debilidad y la angustia eran notorias, pero su objetivo no variaba, del otro lado todo cambiaría.
    Quién podría ponerle peros a la eternidad, sólo Dios, mas sólo para perfeccionarla, y en una de esas hasta humanizarla, ya llegaría el momento: el Destino podría burlarse. Pero él no era alguna divinidad, desde niño lo había entendido, aun así buscaba un algo distinto. Entonces, miraba hacia atrás, fingía un gesto. Allá quedaría la totalidad, las divagaciones, entre el principio y el próximo fin. Ahora veía las cosas de otra forma, llanas, sin esa gracias adjudicada en la inocencia. Hacía un chasquido con la boca y se aplicaba en su afán, azuzándose con la frase aquella: pendientes de la eternidad, pendientes de la eternidad.
     Alzó la cara, por unos segundos quedó aturdido, no sabía lo que le pasaba, por más que intentaba sostener la vista en un sólo punto este se bifurcaba, como cubriendo el espacio. Su sentir se disipó. No aguantó la presión y cayó hacia atrás.
     Al abrir los ojos la oscuridad embargaba. Unos minutos bastaron para adaptarse a la situación. Se enderezó, aquello era un reto. No quiso volverse a preguntar, como la primera vez, ¿por qué tenía que hacerlo? ¿quién o qué había determinado eso? Sabía, o intentaba hacerse a la idea, que en cuanto cruzara habría una respuesta.
    Pero, ¿qué haría al llegar ahí? Muchos días llevaba en los preparativos y en la puesta en práctica del plan, una cantidad considerable de cosas fueron hechas a un  lado, no se arrepentía de ello, convencerse que a fin de cuentas lo lograría era su mayor aliento. Pero, en el fondo, todo era oscuro pasando el muro: como imagen, quizá en realidad. De las pláticas sostenidas con esta o aquella persona de gran voluntad o conocimiento, dedujo enseñanzas y sentidos de la vida. Pero ¿hasta dónde esto podría servir más allá del contexto donde se produjo, aunque el mundo siguiera igual y tratara de aprehenderlo de una u otra forma? No había respuesta, como tampoco lo había para muchas cuestiones precedentes, es más, por momentos creía que faltaba lógica en lo que hacía: por qué adelantarse a los hechos, por qué querer brincar espacios de tiempo, si todo tenía un ritmo. ¡Bah, qué importaba ya! Algo nuevo llegaría a su vista. Las fuerzas regresaron y volvió a sonreír.
     La dedicación tiene su recompensa, pero hasta dónde ésta es lo que uno espera. Parecía reflejarse en sus ojos cuando el muro quedó atrás, después de lo invertido. Ahora el tiempo parecía ser suyo, algo por llenar en medio de tanta bruma. ¿Cómo empezar, significar qué? Algo estaba mal, quizá el trayecto, más que “el fin”. Para qué inmutarse vanamente, mejor sonreír: el camino ya lo conocía, de nuevo el sudor, el dolor en los dedos. El problema ahora sería dejar las cosas como antes, rescatarlas de la memoria, verlas mejor, la obscuridad no era obstáculo. La revelación yacía en los intersticios: brillando en la penumbra.
Departamento de Humanidades, Universidad Autónoma Metropolitana,
Unidad Azcapotzalco, Ciudad de México.
silmanhermor@hotmail.com

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