lunes, 11 de marzo de 2013

Caleidoscopio: El libro



Juan Fernando Romero Cervantes Fuentes
¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos, ocurre algo raro, creo que cambia cada vez. Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces el mismo río. Nadie baja dos veces el mismo río porque las aguas cambian pero lo más notable es que nosotros mismos no somos menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación es otra.
Jorge Luis Borges, 1978
Para nuestro pesar, el año pasado murió Ray Bradbury, el autor de Fahrenheit 451, la temperatura a la cual el papel se quema, es decir, los libros perecen. Los libros que son quemados por el homo sapiens non sapiens, los nazis y los falangistas, o censurados por el muy temido Index expurgatorius de las inquisiciones católica, china[1] y comunista; para sus lectores: cárcel o  muerte.
Tal es el enorme poder del libro, reconocido en negativo por su múltiples detractores y, en positivo por sus múltiples seguidores, como es el caso de la Biblia, el libro de libros, fuente de las religiones más importantes de la humanidad: el judaísmo, el islamismo y el cristianismo; y sus universalizadores europeos Gutemberg y Lutero  –quienes siguiendo el camino trazado por China- a la verdad sagrada le añadieron la libertad de leerla primero, y de interpretarla después.
¿Qué tiene este hardware qué lo hace tan explosivo y tan sensitivo, tan enérgico y tan débil; tan magnético, a la vez atraíble y rechazable, positivo y negativo? La palabra libro está asociada etimológicamente con la palabra libertad y, sin exagerar, después de las herramientas, es el hardware más poderoso que ha contribuido a cambiar el mundo de los hombres, pues es un excelente distribuidor del conocimiento.
La metáfora de Emile Dickinson que nos leyó Olga Fernández Andrade en la presentación del volumen anterior, es muy bella: “ninguna otra fragata nos lleva a todas partes como el libro”. Permítanme subirme de nuevo e este barco y embarcarlos a ustedes: Los espacios de la historia que el libro ha trazado son anchos y profundos, van de la antiquísima inscripción en piedra, la pintura del bambú y la seda, al papiro, al rollo, el códice, al papel y su majestad el libro, y a la electrónica; del mito a la leyenda, de la oralidad a la Historia; de la lectura en voz alta, colectiva, a la lectura individual, aislada y en silencio;  del texto sagrado a la hermenéutica; del manuscrito copiado por los monjes a la reproducción tipográfica; de la fe a la razón, de la razón a la historiografía; de las maravillosas casas del libro del Mundo Antiguo, las bibliotecas de Alejandría y Babel y las de China, el Yongle dadian (una enciclopedia de diez mil volúmenes manuscritos) y la Biblioteca Completa de los Cuatro Tesoros, a las actuales bibliotecas virtuales.
Se sigue el sendero de la tradición a la modernidad, su crítica, y de la crítica de su crítica, al posmodernismo, es decir, a nuestros días.  Hablamos así de un compendio de la historia del pensamiento humano, lo cual viene a ser, quizá, una de las mejores definiciones del propio libro y de su siempre fiel acompañante, la lectura.
No obstante, no magnifiquemos este artefacto. El ex bibliotecario Borges escribe en “El Libro” (1978):
Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro, veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aquella frase que se cita siempre: Scripta manet verba volant, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón.
Y Platón también se lamentaba de que la palabra escrita es inferior a la capacidad de los antiguos para rememorar oralmente las grandes leyendas: la Iliadia y la Odisea, que permitían a los prehoméricos revivir las hazañas de sus dioses sin la pesadez de los grandes libros, sin la ligereza y el compromiso de las grabadoras, sin el costo de los ipads. Alado y casi sagrado, el turista Ulises es pre-texto para hacer nuevas, ricas y sabrosas leyendas al ponerse de moda en México con Vasconcelos y en Irlanda con Joyce. Homero entonces, es no solo pirateado, sino multiplicado, no mecánica, sino imaginativamente: es recreado. ¿Debemos ahora felicitar a Homero, éste Simpson, y a nuestro Simpson presidente, por su cultura televisiva y su des-conocimiento de los libros, o debemos de lamentarnos que su incultura rechace un mínimo de sabiduría escrita y que su ignorancia nos gobierne? De manera opuesta, la sabiduría china se ha expresado a lo largo de muchos siglos en la intensa preparación educativa de sus gobernantes, quienes para también fomentarla en el pueblo, regalaban libros como parte de su culta política pública. No se trata sólo de ignorancia política, sino de educación pública.
¿Dónde, ¡Oh Aristóteles!, está el punto medio? Aunque pensándolo bien, si no fuera por esa cultura escrita, no sabríamos lo que pensaba Aristóteles, y solo gracias a ella, sabemos lo que los evangelistas y Platón han  trasmitido sobre lo que pensaron Jesús y Sócrates, los genios ágrafos más famosos del planeta. El Banquete es pues, para nosotros, los lectores: historiadores, sociólogos, contadores, antropólogos, economistas, críticos literarios, pedagogos, literatos, editores, maestros o científicos, los que sabemos que en el principio fue el Verbo. Sus diferentes formas fueron comentadas por Reynaldo Ceballos Hernández en la presentación del primer número (y nos unimos a su deseo de que el Diálogo entre Docentes y Tlanestli “tengan una vida larga y socialmente fructífera”). Una de esas formas, presente en el célebre Libro Mudo de la alquimia (Mutus Liber) en uno de sus dos únicos textos dice: Ora, lege, lege, relege, labora et invenies: Ora, lee, lee, relee, trabaja y encontrarás.
Los mexicanos somos malos lectores, pero los xalapeños parece que no. En el 2011 México ocupó el lugar mundial número 36 con la publicación de 9,075 libros, mientras que Argentina, por ejemplo, publicó en el mismo año 22,781, con el lugar número 19. El negocio sigue siéndolo, (por favor toma nota, Carlos Antonio) el valor mundial de la industria editorial en el 2010 fue de un poco más de los cien mil millones de dólares[2].
Hace unos meses Víctor, el joven hijo de Víctor, nos preguntaba con interés como habíamos sido iniciados en la lectura, a lo cual cada uno respondió, a tropezones, con su propia historia, es decir, hablamos sobre nuestra pasión por la lectura, o sea, por los libros. Aquí, parte de la respuesta de quien entonces no contestó. Los libros no solo dan coherencia al pensamiento, sino articulan el  mundo y lo hacen legible; otorgan no solo sentido a nuestro vivir, sino a nuestros hermanos y amigos en la interpretación común de un libro y sus consecuencias teóricas y prácticas. Los libros replican y multiplican la amistad, como es el caso presente del cuarteto de Xalapool, mezcla interdisciplinaria de indisciplinados unidos por el maná del espíritu de la sabiduría: el libro y el vino.
Por otra parte, los libros no solo multiplican la amistad y el amor, sino que propulsan revoluciones y sepultan dictadores; ayudan a descubrir, literal y metafóricamente, nuevos mundos; permiten la sobrevivencia bajo las peores condiciones de encarcelamiento; ensalzan la alegría de vivir y nos enseñan a ser críticos con nuestro medio y con nosotros mismos; porque eso sí, nuestro amigo, el libro, reproduce necedades e inteligencias. De ahí que de instrumento de la razón pasó a ser arma de las burocracias; por cierto, tan letal en sus manos, que son las únicas que matan a las letras. No es puro, el libro, pero estando ahí, puede repensarse y releerse, como escribió Borges, y entonces no solo el libro cambia, sino cambiamos nosotros, sus lectores.
Mucho se ha escrito sobre el papel democratizador del libro, motivo por el cual también ha sido proscrito, ya en  el XIX Wiliam Hazlit puntualizó que ni los grandes ni los reyes escribían libros, sino los “meros autores”[3]. Según el historiador Roger Chartier entre los siglos XVII y XVIII hubo un cambio en la percepción del Autor, ya que antes lo era colectivo y ahora, en su concepto moderno, es individualista. Es pues éste nuestro modesto lugar, el del cuarteto Xalapool y el de las eruditas damas y caballeros que publican en Tlanestli: queremos democratizar no solo la lectura, sino la autoría, que pretende serlo del conocimiento, y que por supuesto no es individual, sino colectivo; de ahí la divisa de Tlanestli, que replica la sabiduría huichol: “Solo entre todos sabemos todo”. No obstante, los meros autores no hacemos libros. La manufactura de ellos está a cargo de los artesanos, los mecánicos e ingenieros que se han adueñado de las prensas de imprimir, de las maderas y los bosques.
Los libros nos transportan y ensanchan nuestra conciencia, son un auténtico exocerebro, como lo define Roger Bartra, son parte y forma de nuestra conciencia humana, la parte poética y sapiens del homo sapiens cibernéticus, que ahora se extiende por las redes como parte del ciborg del siglo XXI, que probablemente incorporará nano-bibliotecas en el cerebro de nuestros descendientes.
En el presente siglo pareciera que escribir y leer tiene otro sentido, y así nos lo comunican Gugliemo Cavallo y Roger Chartier por medio de un maravilloso libro, Historia de la lectura. Cito:
En el mundo de los textos electrónicos, dos restricciones, consideradas desde siempre imperiosas, pueden ser anuladas. La primera es la que limita de modo estricto las posibles intervenciones del lector con el libro. […] El objeto impreso le impone su forma, su estructura y sus espacios. No supone en modo alguno la participación material, física, de quien lo lee. […] Muy diferente es lo que sucede con el texto electrónico. No solo puede el lector someter sus textos a múltiples operaciones (puede confeccionarles índices, anotarlos, copiarlos, desplazarlos, recomponerlos, etc.); más aún, puede convertirse en su coautor. […] Así pues, toda la relación con lo escrito se encuentra trastocada. […] Con la pantalla, lo que se halla en el candelero es el orden mismo de los libros, que fue el de los hombres y mujeres de Occidente desde los primeros siglos de la era cristiana. Con ella se afirman o se imponen nuevas maneras de leer que todavía no es posible caracterizar por completo, pero que, sin que quepa duda alguna, entrañan unas prácticas de lectura sin precedentes[4].
¿Significa esto la muerte del libro, o que está en peligro de extinción y que sube la temperatura a casi 451 Fahrenheit y debemos ya seleccionar nuestro libro preferido para aprenderlo de memoria? No lo creo.
Existe un colectivo internacional denominado “Llamamiento a los 451” que reúne a editores, correctores, impresores, distribuidores, libreros, traductores y bibliotecarios de todo el mundo, mismos que han escrito:
No podemos avenirnos a reducir el libro y su contenido a un flujo de datos electrónicos cliclables hasta la náusea; lo que producimos, compartimos y vendemos es, ante todo, un objeto social, político y poético.
Además de que propicia la libertad y agita las conciencias y las emociones, estas son algunas de las enormes ventajas de este hardware ergonómico que no gasta pilas ni electricidad; tangible y manual, si lo hay; leve en su ser; delicioso en su olor a tinta o a viejo, a madera o a papel; acariciable en la textura de sus fojas o la dureza de sus pastas; sabroso (y posiblemente mortal) en las páginas que ensalivadas, pasan; curioso en las marcas que otros u otras dejaron, o en las huellas de las termitas, que comparten nuestro gusto papiróvoro; admirable estructura genética que permite su clonación sin protesta; receptáculo de la memoria y del recuerdo que a su vez nos proyecta a futuros posibles o deseables, haciendo nuestro presente placentero.
Este generoso amigo, como antes dije, siempre a la mano, tiene aún muchos años de vida, y recobra vida en ese papel nuevo y pulcro o viejo, manchado, subrayado, pintarrajeado, tachonado, arrugado, mojado, húmedo y reseco, borroso o firme; aún semi-quemado o roto, signo y símbolo de la relación autor-lector que establece una relación no fetichista, sino muy humana entre la cosa humanizada y el de la vista ávida, (o de la vista ciega, como Borges) el del oído fino, que quiere escuchar y atentamente escucha, las voces de los otros hombres. El libro no ha muerto, ni agoniza.
¡Larga vida al Libro! ¡Viva el Libro!
     
 Fecho en la Xalapa frío/calurosa del febrero de 2013.


[1] La corte de los manchúes destruyó alrededor de 2,320 obras. El impresor de una crítca al Diccionario Kangxi y el gobernador de  Jiangxi, fueron ejecutados y  veintiún miembros de su familia tomados como esclavos.  King Fairbanks, J. China, una nueva historia. Harvard Univeristy Press, 1992. Pag. 199.
[2] Numeralia de Revista Nexos 422 de febrero de 2013.
[3] Chartier, R. Cultura escrita, literatura e  historia, Coacciones transgredidas y libertades restringidas. Conversaciones de Roger Chartier con Carlos Aguirre Anaya, Jesús Anaya Rosique, Daniel Goldin y Antonio Saborit, Fondo de Cultura Económica, México 2006. P. 118.
[4] Cavallo, G. y Chartier, R. (comp). Historia de la lectura en el mundo occidental, Grupo Santillana ediciones, España, 2001. P. 52-54. 

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