lunes, 3 de septiembre de 2012

Juan Díaz Covarrubias, héroe trágico

        
ARTÍCULO PUBLICADO EN EL EJEMPLAR 1 DE SEPTIEMBRE 2010
                                                                                     
Por: Marcelo Ramírez Ramírez

         De los llamados “Mártires de Tacubaya” del 11 de abril de 1859, Juan Díaz Covarrubias destaca por su juventud y cualidades humanas que hacen más evidente la barbarie y estupidez de un tiempo aciago, cuando liberales y conservadores luchaban por imponer su proyecto de nación. En los dos bandos militaban mexicanos distinguidos, de ellos algunos alcanzaron prestigio como intelectuales, artistas, escritores, políticos y hombres de ciencia; y estaban sinceramente convencidos de la verdad de su causa; pero se encontraban inmersos en un conflicto de intereses que se fue enconando hasta plantearse como único objetivo la destrucción del adversario. A mediados del siglo XIX, no podía esperarse ningún acuerdo entre los dos grupos opositores; de cada lado había la conciencia de que la paz sólo sería resultado de una victoria total. En este escenario de luchas fratricidas y pasiones exaltadas le tocó actuar durante breves e intensos años a nuestro personaje; en ese escenario Juan Díaz Covarrubias cumplió su propio y heroico destino. En otro mundo tal vez hubiera sido un buen ciudadano, un padre de familia  respetable y respetado, un médico entregado a la misión de combatir la enfermedad y el dolor de sus semejantes; un hombre cuya riqueza interior habría encontrado en la literatura el medio adecuado para manifestarse en obras de honda sensibilidad humana. Por lo que dejó escrito sabemos que poseía las cualidades del escritor genuino. En su caso resulta aplicable la idea de Plotino: la misma abundancia de su ser lo obligaba a salir de sí, a participar a los demás de su abundancia ontológica.

            Juan Díaz Covarrubias nació en Xalapa, Veracruz, un 27 de diciembre de 1837. En el ambiente provinciano de la Xalapa de entonces, circulaban rumores sobre acontecimientos inquietantes que ponían en riesgo la soberanía del país, amenazada por la intervención de potencias extranjeras. A principios de ese año, el día 20 de febrero, había desembarcado en Veracruz el general Antonio López de Santa Anna, procedente de Norfolk en el barco de guerra norteamericano Pioneer. El 9 de marzo, el mismo Santa Anna viaja de su hacienda Manga de Clavo al puerto de Veracruz para realizar el juramento de las Siete Leyes en la Sala Consistorial del ayuntamiento. En el mes de junio arriba al puerto una escuadrilla norteamericana para respaldar la posición del vecino del norte en relación con la captura realizada por Filisola de tres buques mercantes de ese país. 1  En la ciudad de México, Anastasio Bustamante, quien tanto daño haría  con sus excesos dictatoriales al frente de la presidencia de la República; este hombre terminará por causar grave daño a la causa liberal, al dejarse llevar por sus impulsos pasionales.  

            El padre de Juan Díaz Covarrubias fue el poeta José de Jesús Díaz, de quien Antonio Carrion dice que era “… uno de los demócratas más populares del Estado de Veracruz”. 2 Más adelante precisa “… muy pocos días tenía de nacido Juan, cuando su padre fue lanzado al destierro por la ruda mano del despotismo, y su madre a la proscripción y la miseria”. 3 Su madre se llamó Guadalupe Covarrubias, mujer discreta y abnegada, para quien nuestro poeta guardará siempre un sentimiento de amor y gratitud. El niño dio muy pronto indicios de su predisposición para el estudio; parecía demasiado responsable y maduro para su corta edad. Se cuenta de él la siguiente anécdota: después de cumplir siete años el solo fue a inscribirse a la escuela de primeras letras del ameritado maestro Don Florencio Aburto. Apenas tenía nueve años cuando pierde a su padre de quien, según dijimos, ya antes lo había separado la venganza política. Con su padre existía afinidad de temperamento y la ausencia definitiva de aquél acentuará más su propensión a la melancolía. Xalapa y sus alrededores le ofrecen con la abundancia de ríos, cascadas y cuerpos de agua; con la variedad de aves, flores y plantas que adornan sus campos; con sus montañas, hondonadas y bosques umbrosos, motivos para alcanzar estados de exaltación casi mística ante la obra de la creación. Formado en la religión católica, su identificación  con los ideales liberales no tendrá nada que ver con sus más profundas convicciones religiosas. Fue la suya una simpatía limitada al ámbito político, como un rechazo a la proclividad del alto clero a intervenir en los asuntos temporales en franco desafió al nuevo orden estatal que empezaba a construirse en México, para dejar atrás el viejo e injusto orden colonial. Por desgracia el fanatismo conservador y el radicalismo liberal desembocaron en una guerra fratricida, de la que Juan Díaz Covarrubias sería víctima igual que tantos hombres y mujeres de buena fe. Su historia trágica ilustra hasta dónde puede llegar el ser humano cuando se enfrenta con sus semejantes inspirado por odios irracionales.

            En 1848 nuestro poeta se traslada a la ciudad de México con la ilusión de realizar sus sueños. La capital era entonces, como lo ha sido hasta el día de hoy la meca de aquellos que buscan alcanzar el éxito en la cultura, la ciencia, el arte o la política. La gran urbe ofrecía el atractivo de sus paseos, teatros, centros nocturnos y el espectáculo cotidiano de sus mujeres hermosas. También se veía en sus calles el impacto de la guerra sin cuartel que sostenían liberales y conservadores; la inestabilidad política era permanente y el peligro de asonadas y cuartelazos se palpaba en la atmósfera de la capital del país. En las novelas, cuentos y escritos de la prensa de la época se retrata muy bien el refinamiento de la capital del país en la segunda mitad del siglo XIX, en contraste con el atraso de vastas regiones que sólo empezarían a salir de su aislamiento con la construcción de los ferrocarriles bajo el porfiriato. Juan Díaz Covarrubias a la edad de 11 años ingresa al Colegio de San Juan de Letran; ahí, nos cuenta Antonio Carrión, se gana las simpatías de maestros y condiscípulos, e inicia su amistad con un alma gemela, el poeta Manuel Mateos, con quien compartirá aficiones y lecturas, pláticas y paseos y el mismo final trágico que el destino les tenia deparado. En 1853 Díaz Covarrubias ingresa a la escuela de medicina. Mientras tanto, ha continuado con sus lecturas de filósofos y literatos, aficionándose particularmente a los románticos con los que siente natural afinidad. Los comentarios expresados por algunos personajes de su novela histórica Gil Gómez el Insurgente o la Hija del Médico, nos dan a conocer que era lector de Lord Byron y Chateaubriand, dos de los grandes exponentes del romanticismo. Su estilo revela también la influencia de Lamartine, Víctor Hugo, Goethe, José Zorrilla. Con ellos compartía el sentido heroico de la existencia, el interés por lo singular, el idealismo que se inconforma con las miserias del mundo real y, desde luego, la veneración por la mujer traducida en el ensueño de un gran amor. En su caso este amor únicamente pudo alcanzarlo a través de Fernando, el héroe de la antes citada novela. En la vida real le fue negado un sentimiento semejante; lo que conoció fue el lado prosaico, la vanidad pueril, la inteligencia mediocre de la mujer de la que se enamoró y que lo hizo padecer en sus primeros años de estudiante de medicina; mal de amores del que tal vez no se curó del todo a pesar de las bromas y consejos de los amigos.

            Al joven Díaz Covarrubias aparentemente la fortuna le tenía reservado su lugar en la república de las letras. De hecho tocó los linderos de la fama con sus escritos; un himno patriótico de su autoría se cantó en el Teatro Nacional el 15 de septiembre de 1855 arrancando nutridos aplausos a la concurrencia. Ya eran conocidos sus poemas y empezaban a circular con cierto éxito sus novelas. Me referí a una de ellas, las otras, La Clase Media, apareció a fines de 1857, el mismo año en que pierde a su madre doña Guadalupe Covarrubias; el Diablo en México será su novela póstuma. No obstante los sucesos tristes que parecían perseguirlo, mantuvo hasta el final su energía creadora; tampoco bajó su rendimiento académico en la escuela de medicina donde obtuvo altas calificaciones. Lo caracterizaban el talento y la fuerza de una voluntad perseverante; sólo necesitaba tiempo para que fuera emergiendo la obra de madurez que prometían sus primeros logros; pero el tiempo le fue negado. Su muerte intempestiva nos hace recordar la frase terrible de Nietzsche: “nunca se es demasiado joven para morir”.  

            En su obra Episodios Nacionales, Victoriano Salado Álvarez ha recogido con maestría los hechos de la derrota del liberal José Nemesio Francisco Degollado, mejor conocido por Santos Degollado en la batalla del 11 de abril de 1859. El de Don Santos no es propiamente un ejército; son poco más de dos mil milicianos reunidos casi milagrosamente por este hombre que nunca perdió la fe en la causa liberal y a quien, como bien dice Vicente Fuentes Díaz, las derrotas militares le sirvieron de acicate para alcanzar la victoria final. Mal armadas, carentes de disciplina, las milicias liberales no estaban en condiciones de intentar la toma de la capital; su papel consistía en amagar la guarnición comandada por Leonardo Márquez para obligar al general Miguel Miramón a retornar a México. Así sucedió en efecto y Miramón tuvo que abandonar el sitio de Veracruz, en donde había encontrado la heroica resistencia de los veracruzanos. Mientras tanto, Márquez, con tropas mejor preparadas y el respaldo de varias piezas de artillería, decide pasar a la ofensiva. Por la carta a Guillermo Prieto escrita por el oficial liberal Juan Pérez de la Llana, nos enteramos de los sueños de Juan Díaz Covarrubias y de la razón por la que el joven estudiante de medicina se encontraba en el campo liberal. Las cosas se dieron de la siguiente manera: enterado de la inminente batalla y de la falta de médicos, Díaz Covarrubias se presentó como voluntario junto con su entrañable amigo José María Sánchez a don Gabriel Rivero jefe de cuerpo médico, para dar atención a los heridos. Vale la pena transcribir íntegramente lo dicho por Juan Díaz Covarrubias según lo cuenta el mencionado Pérez de la Llana; hasta donde creemos conocer a nuestro personaje, lo que narra en la carta tiene todos los visos de ser verdadero:
           
            “-Vinimos –me dijo Juan- porque sabíamos que faltaban médicos en el ejército federal, y como esto se espera lucido, es menester no dejar que perezca sin auxilio tanto desgraciado. Ya nos presentamos a Rivero y nos recibió muy bien; hoy charlaremos un rato y nos acostaremos temprano, porque mañana a buena hora hay que cortar mucha carne.
            -¡Cómo te regocijas, traidor!
            -¡Regocijarme –replicó Juan- cuando nada hay que me duela más que lo que pasa! Créemelo, no me dolería más mi propia carne que la del infeliz soldado a quien destrozo; pero nobleza obliga. Este (por Sánchez) y yo estábamos macheteándole a la anatomía, porque debes saber que en julio, Dios mediante, seremos médicos, y estamos en ciertas cosas tan botas, tan aventados, que quizá seas más medico tú que nosotros.
            -El bota es él –dijo Sánchez-; yo dejo bizco a don Manuel Jiménez con mi ciencia. . .
            -¿A que te echo un toro y no me respondes?
            -¿A que yo te echo otro?
            -A verlo.
            -¿Cómo se dice: periné, peroné o peritoneo?
            Nos reímos Juan y yo, y los tres seguimos la charla hasta la media noche, en que nos fuimos a descansar. . . El poeta, melancólico de ordinario, ese día estaba alegre y hasta locuaz; nos hizo partícipe de sus esperanzas de triunfo, de sus deseos de nombradía y de fama. Seguiría al ejército liberal, sería médico de hospitales, haría mucho bien curando a heridos de todos los bandos, y cuando liberales y conservadores se dieran el abrazo de hermanos, él vendría a México; establecería un gran consultorio, sería el médico favorito de los ricos, y luego que tuviera mucho dinero reunido iría a Europa, conocería a Lamartine y a Víctor Hugo y volvería a casarse con una muchacha sencillota y buena, a llenarse de hijos, a que le llamaran señor doctor los banqueros, los comerciantes y los hacendados, y a cobrar sus consultas a razón de una onza cada una, ni un real menos. Versos, los haría, ¡claro que los haría!, pero para él, para publicarlos, ya viejo, en una edición bien impresa en papel rico, de cien ejemplares a lo más, y con unas orlas, unas capitales ornamentadas y una riqueza de detalles que la hicieran buscar como una joya.
            El alegre estaba, por el contrario, lleno de murria. No creía en la medicina; pensaba que los médicos eran unos grandísimos farsantes y estaba seguro de morirse de hambre ejerciendo la noble profesión.” 4 

            Así pensaba Juan Díaz Covarrubias; esos eran sus sueños que no tendrían cumplimiento; esa noche sería la última de su vida. El mismo Juan Pérez de la Llana describe la batalla que se escenificó al siguiente día, tal como pudo observarla desde su posición. Un disparo a las siete de la mañana seguido de otros momentos después y luego de un obús, dio inicio a las hostilidades. Los conservadores atacaban con furor y denuedo; de idéntica manera se defendían los liberales. La batalla fue sangrienta como se había previsto; en cada lado hubo actos de valentía y heroísmo que quedarían en el anonimato; cuerpos destrozados había por doquier, en las posturas más extrañas; muchos agonizaban dolorosamente; podían verse cuerpos enlazados en abrazo mortal de conservadores y liberales. A los heridos se les brindaba, como se podía, rápida atención; los médicos se multiplicaban tratando de combatir el dolor, de mitigar durante unos minutos el sentimiento de soledad y abandono de quienes pronto morirían; de salvar a otros cortando miembros y suturando heridas. La lucha se prolongó algunas horas para llegar a su desenlace lógico: las tropas conservadoras irrumpieron desarticulando las defensas liberales y poniendo en fuga desordenada a los defensores. La multicitada carta a Guillermo Prieto resume el desenlace: “las doce serían, -cuenta Pérez de la Llana- cuando caíamos el punto y nosotros prisioneros; todavía escuchamos tiros por la Casa Mata, por la Loma  del Rey y por Mixcoac; pero estábamos seguros de que los nuestros huían perseguidos de cerca.” 5 Así culminó el encuentro fratricida, en forma parecida a lo que venía ocurriendo siempre que luchaban liberales y conservadores en esas batallas cruentas de La Reforma. Sin embargo, lo más grave, grotesco e inaudito estaba por ocurrir. Los liberales se retiraron y a los médicos se les aconsejó hacer lo mismo para salvar sus vidas. Más, ¿por qué huir? El derecho de gentes protege a los médicos y en ninguna parte del mundo civilizado éstos corren peligro, pues su tarea los pone por encima de los bandos beligerantes. En esa convicción fundaron los médicos su propósito de permanecer con los heridos y así lo hicieron; pero estaban equivocados, el enemigo venía sediento de sangre. Recién llegado de Veracruz, Miramón se reúne con Márquez y Mejía y ordena fusilar a los prisioneros sin hacer distinciones. ¿Por qué toma el campeón de los conservadores esa determinación? Quizá se está desquitando del malhadado resultado del sitio de Veracruz; quizá simplemente se ha dejado dominar por el odio. Sea lo que fuere, esa decisión lo manchará para siempre. Altamirano dirá que los “Mártires de Tacubaya” hicieron imposible el perdón en Querétaro; el capítulo de nuestra historia que se abre en Tacubaya se cierra en el Cerro de Las Campanas.
            La orden de fusilar a los prisioneros se cumple atropellada y brutalmente a la caída de la noche; las sombras nocturnas envuelven el drama haciéndolo más grotesco. Los miembros del cuerpo médico y los estudiantes son sacados del edificio del Arzobispado y conducidos al sitio de la ejecución. Sus nombres son: don Ildefonso Portugal, don Gabriel Rivero, don Manuel Sánchez, don Juan Duval, don Alberto Abad; los dos estudiantes Juan Díaz Covarrubias y José María Sánchez. También se encuentran en ese grupo Manuel Mateos, el entrañable amigo de Díaz Covarrubias y otras personas inocentes, cuyo único delito había sido encontrarse en el lugar y momento equivocados. Manuel Mateos, joven imbuido de ideales libertarios, de elevada estatura y figura noble, era tribuno elocuente; tuvo arrestos para dirigir una arenga a sus victimarios pero éstos no le permitieron exponer su pensamiento ni saber nada del perdón que les otorgaba y, a una orden del oficial, acabaron con su vida. Tenía 24 años. Juan Díaz Covarrubias pidió permiso para tomar su sombrero cuando se le llevaba al campo donde sería fusilado, se le respondió que a donde iba no lo necesitaba; tampoco se le permitió escribir unas letras de despedida para su hermano, porque “no había tiempo” y así, con prisas y a empellones, fue conducido al paredón. En esos momentos se manifiesta su grandeza de alma; desea perdonar a quienes le quitarán la vida y obsequia su reloj, lo más valioso que posee, al militar a cargo del pelotón de fusilamiento. Saca las monedas que lleva en el bolsillo y le pide al oficial las reparta entre los soldados. Entonces estos hombres curtidos en la guerra ceden a la piedad y quien los manda tiene que ordenar dos, tres veces, que hagan fuego; pero sólo dos balas dan en el blanco, una en una pierna, la otra en el tórax, “pareció que había muerto y así lo arrojaron en el montón de cadáveres”. 6 Más tarde un soldado le dirá a un oficial que ahí se encuentra alguien que todavía sigue con vida; la orden es rematarlo. Juan Díaz Covarrubias recibe los culatazos en pleno rostro y en la cabeza y de esta manera, antes de cumplir los 22 años, termina su existencia que pudo ser muy diferente en otra época y en otras circunstancias.

            El joven poeta y escritor jalapeño sostuvo el ideario liberal en lo que éste tenía de más avanzado; lo matizó con ideas y reflexiones que le inspiraron la realidad del país, reivindicando las peculiaridades de nuestro pueblo surgidas del mestizaje de etnias y culturas diversas. Su nombre muy bien podría darse a una presea para reconocer las aportaciones de quienes anhelan construir un México sin polarizaciones, moderno, libre y justo; esa sería la mejor manera de mantener viva su memoria.





CITAS


1.- BLAZQUEZ DOMINGUZ, Carmen.  Veracruz.  México: Gobierno del Estado de Veracruz, 1988.  p.  278.

2.- DÍAZ COVARRUBIAS, Juan. Gil Gómez El Insurgente o La Hija del Médico.  CARRIÓN, Antonio (apuntes biográficos).  México: Editorial Porrúa, 1991.  p. X

3.- Ídem.  p. X

4.- SALADO ÁLVAREZ, Victoriano.  Episodios Nacionales: Santa Anna-La Reforma-La Intervención-El Imperio.  México: Editorial Porrúa.  1984.  pp.  251-252.

5.- Ibíd.  p.  254.

6.- Ibíd.  p.  257.


1 comentario:

Unknown dijo...

Ilustre Escritor y gran Medico que trasciende notablemente a través de los años y su obra se agiganta con el paso de los tiempos.