sábado, 12 de noviembre de 2011

Dos monedas de diez centavos

Samuel Nepomuceno Limón Estaba sola, ahí, entada en el quicio amplio de un comercio en una calle transitada. Su ropa se veía gastada, como si tuviera una larga historia de lavados y usos sucesivos con una frecuencia mayor de lo común. Tenía la cabeza y los hombros cubiertos por un chal que se esforzaba por conservar el blanco de su color original. Ella estaba agachada, pues dormitaba en la espera abierta de que la jornada llegara a su final conforme se fuera marchitando la luz del día. La parte visible del rostro estaba surcada por las huellas que deja la luminosidad directa del sol en aquéllos que han pasado su juventud bajo la luz del cielo, sorbiendo los vientos de todas las estaciones y refrescándose con el tintineo de las lluvias del verano. Imaginé sus ojos, de blancas pestañas, casi siempre semicerrados, como si la luminosidad del momento presente acaso fuera excesiva. Ojos que deben de ver más hacia adentro, a los recuerdos, las esperanzas que se niegan a partir y los rostros amados de la juventud y la madurez. Una mujer que tal vez había surcado decenas de inviernos y miles de atardeceres grises y mañanas radiantes de sol y de ilusiones. Uno difícilmente podría contar con mayor información que la ofrecida por esa imagen encorvada de quien esperaba el óbolo de una moneda por parte de una mano bondadosa. La mano... Sí, la mano. La que se veía, palma arriba cual si de ella brotara una plegaria sin murmullos, era de color claro. Si uno echaba a volar la imaginación podría pensar que la anciana procedía de alguna de esas tierras que, sobre la base de matrimonios condicionados, conservan el tono claro de una epidermis que ha sido cuidada por generaciones. O quizá simplemente descendía de gente menos mestizada. Esa mano, despojada de toda fuerza, que descansaba sobre las rodillas, con los dedos vueltos hacia arriba, se antojaba la cima de una testa coronada. Pues la mano de esa anciana que, encorvada, dormitaba, mostraba en la palma expuesta dos monedas de diez centavos. De esas moneditas de matiz plateado que la inflación ha ido encogiendo hasta un tamaño mínimo para ser levantadas prácticamente con las uñas. Dos monedas de diez centavos. Una cantidad recibida de un alma caritativa…, o quizá de dos. Nuevamente el vuelo de la imaginación se emprende en busca de la imagen de una persona que deposita una, o acaso el par de monedas en la mano suplicante. ¿Quién habrá sido? Acaso un niño. Sí, un niño pequeño, en quien los padres intentan despertar el espíritu de la caridad proporcionándole unas monedas, casi de juguete, a tono con las manecitas del pequeño. Quizá una nena. ¡Qué hermoso impulso el de fomentar la idea de dar, sin importar el cuánto ni el por qué. Simplemente, dar. Dar al que no tiene, al desfavorecido por la vida o las circunstancias particulares de su existencia. A veces he visto a pequeños que, cuando descubren que van a pasar frente a un indigente extienden una mano al padre o la madre en espera de algunas monedas que ofrecer al menesteroso. En un primer momento, quizá la iniciativa haya partido de alguno de los padres. Después, podría haberse convertido en hábito. ¿Quién podría haber depositado esos veinte centavos en la mano de la anciana? Y, por otra parte, ¿qué valor de cambio tiene dicha cantidad? ¿Cuál de las múltiples necesidades de un miserable podría satisfacerse, aun en parte, con sólo veinte centavos? ¿Cuánto costará un chicle? ¿O un cacahuate? En una ocasión hice fotocopiar unos documentos. Para separar los legajos pedí dos clips a la empleada. Me dio tres. Agradecido, devolví uno. Sólo necesito dos, gracias. Es que son tres por un peso. Ah, perdón. Tres clips por un peso. Digamos, treinta y tres centavos cada clip. ¡Y nosotros que en la casa o la oficina nos damos el lujo de largar uno a la basura sólo porque está torcido o tiene una manchita de óxido! Tres clips por un peso. Evidentemente, los veinte centavos no bastarían para que la anciana comprara un clip en esa papelería. Además, ¿para qué iba a querer ella un clip? Por ir pensando en otras cosas yo había pasado de largo. Después de dar tres pasos reparé en lo que había visto en la palma de la señora y me volví para darle unas monedas con mayor valor adquisitivo. La anciana, al sentir la variación del peso de las monedas en su mano, pareció despertar. No sé. Ya no me fijé. Después de subir y bajar por otras calles, sin darme cuenta crucé nuevamente cerca del sitio donde la anciana descansaba. Antes de llegar frente a ella vi a una madre con sus hijas detener sus pasos unos metros después del lugar de la menesterosa, abrir su monedero, regresar y depositar su ofrenda a la caridad en la palma que miraba al cielo. La anciana tomó las nuevas monedas, las guardó en algún lugar entre su ropa, y volvió a extender la mano abierta, donde mostraban su fulgor dos monedas de diez centavos.

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