jueves, 13 de octubre de 2011

Los clásicos del pensamiento

Marcelo Ramírez Ramírez Llamo clásicos del pensamiento a los que han orientado el destino de la humanidad durante largos periodos de su historia, tales como los Vedas, el Tao Te King, la Torá, la Biblia, el Corán, Las Cuatro Nobles Verdades de Buda. Al lado de estos grandes textos religiosos, existen otros que también han ejercido una influencia capital a lo largo de la historia. Son síntesis acabadas de formas históricas de entender la realidad que, al revelarnos verdades esenciales, pasan a formar parte del depósito de sabiduría al cual acuden sucesivamente las generaciones para tomar inspiración, cuando una crisis las lleva a la pérdida de confianza en el futuro. Es a esta segunda clase de obras del pensamiento, nacidas del esfuerzo desinteresado de hallar la verdad, cuya herencia estamos obligados a preservar manteniendo viva la chispa que les dio origen, de las cuales deseo expresar algunas cosas. Lo hago pensando particularmente en nuestros jóvenes, cada día menos interesados en conocer los goces estéticos de la buena literatura y mucho menos en obtener los beneficios derivados del habito del análisis y la reflexión que se desarrollan con el trato habitual de los auténticos pensadores. Los autores decisivos cambian completamente nuestra percepción de la realidad. Sabemos que hay un antes y un después con relación a la lectura de su obra. Los pensadores de genio como los grandes astros en el firmamento, atraen a su órbita a todo aquel que se les acerca. Esto se debe al poder de seducción de las ideas, el cual conlleva cierta ambigüedad: además de beneficios indudables, puede también acarrear daños que en ocasiones son irreparables. La seducción de las ideas resulta peligrosa cuando nos entregamos a ella sin estar debidamente preparados para discernir qué debemos aceptar y qué rechazar. Porque las ideas no son “meras ideas” como a veces se dice, queriendo destacar su carácter innocuo; de hecho ellas preceden todo acto humano y van determinando el rumbo de nuestra vida. Sartré ha dicho que el hombre es la suma de sus actos, pero los actos realmente humanos no son respuestas instintivas a los estímulos del medio, sino producto de una decisión en que las ideas juegan un papel importante. Y esto que es válido para los individuos, lo es también para las colectividades. Toda crisis de civilización es una crisis de las certidumbres básicas que cohesionan y dan sentido a la vida comunitaria, como lo señaló Ortega I. Gasset respecto al mundo moderno. Pero ¿cómo distinguir el alimento verdadero que nutre el espíritu del que puede dañarlo? La seducción, encierra también sus peligros y eso hace necesario precaverse contra ella cuando no se está aún preparado para afrontarla. Sin embargo: ¿cómo saberlo? La necesidad de hallar respuestas, en especial cuando se es joven se convierte en avidez que no acepta la prudencia y, para satisfacer el hambre de verdades ultimas, definitivas, heroicas, es fácil aceptar influencias que resultan insidiosas para un espíritu en formación. Tropezar con Schopenhauer o Nietzsche en las etapas iníciales de búsqueda ha representado, para muchos, una prueba de la cual han tardado en reponerse en los casos en que lo han conseguido. Sócrates vio muy bien este riesgo representado por un pensamiento que niega la verdad y, al justificar el escepticismo, también justifica el derecho de los más hábiles, fuertes y ambiciosos. Por otra parte, la influencia positiva de un autor capaz de llegar a la raíz más honda de los problemas del ser o la existencia, es empujarnos hasta el límite de nuestra capacidad para comprender qué puede ofrecernos nuestra inteligencia y dónde empieza para nosotros el misterio que nos habla de la trascendencia. Un autor decisivo es aquel capaz de poner en tensión las energías intelectuales del lector, pero de unas energías no separadas de todo lo que constituye la realidad efectiva del individuo; vivir el impulso intelectual en su significado genuino es una aventura del hombre completo, no exclusivamente de una inteligencia descarnada y distante de lo que el hombre padece como un ser en el que cohabitan la carne y el espíritu, cada cual con sus demandas. Un autor decisivo, tal como lo entiendo, nos admira y nos motiva a seguirlo en su experiencia de una búsqueda permanentemente inacabada, permanentemente abierta a nuevas adquisiciones. Conforme nos acostumbramos a su estilo de pensamiento y tomamos posesión del territorio por él conquistado, miramos allende las fronteras la tierra prometida a la que todavía no podemos llegar y a la que, lo sabemos, nunca llegaremos. Entretanto, nos hemos transformado. El discípulo ha sufrido una mutación; la doctrina ya no nos es extraña y estamos en condiciones de tomar ciertas cosas y dejar otras. Cuando algo no encaja, cuando una idea nos sorprende, de inmediato buscamos la explicación. Queremos saber si algo se nos había escapado, si se ha dado un giro en apariencia extraño o si estamos ante una intuición diferente que enriquece la doctrina o la lleva por caminos diferentes. Un autor de tales características no sólo nos enseña, su influencia nos deja una marca, determina nuestro desarrollo futuro, de manera semejante a como los genes determinan nuestra personalidad. De alguna manera nos volvemos sus herederos, asimilando sus ideas, tomando de ellas inspiración para elaborar el pensamiento propio. Sin embargo, para hacer posible el encuentro afortunado de un lector con su autor, ha de cumplirse una condición, la cual tiene que ver con el dicho oriental que reza: cuando el discípulo está listo el maestro aparece. En efecto, sólo cuando el individuo ha alcanzado cierto nivel de desarrollo interior puede encontrar al maestro que necesita y es, en tal sentido como entiendo el aforismo citado. Hay un parentesco espiritual que hemos detectado desde el primer momento con el autor elegido; hay una simpatía intelectual que habrá de confirmarse posteriormente y que, en ciertos casos no se confirma causándonos desilusión y, con ella, la necesidad renovada de la búsqueda. Cuando la emoción del hallazgo se confirma, reconocemos en ese autor un maestro de sabiduría. Sin duda aquí se encuentra el criterio para distinguir al pensador auténtico: en esta capacidad de revelarnos lo fundamental, de quitar los velos de la apariencia que decía Platón, para hacernos entrever lo esencial. Entrever es otra forma de aludir a lo que ya hemos dicho antes: llegar hasta los límites de la razón finita, que son al mismo tiempo, el dintel de acceso a lo incondicionado; un dintel ante el cual nos detenemos, para dejar, si así lo deseamos, que nos hable la voz de la fe. La fe que es el despertar en el hombre del llamado de la trascendencia. Un autor decisivo tiene mucho que decirnos porque ha avanzado y encontrado respuestas a las preguntas que nos hacemos. No importa si este autor genial vivió hace decenios o siglos, pues lo esencial no tiene que ver con las modas ni, necesariamente es mejor lo más reciente, como suele creerse. Las intuiciones más profundas de la verdad están ahí, como faros incandescentes alumbrando las sombras que amenazan el destino del hombre. Los autores del talante descrito, desplazan el centro de gravedad de nuestra existencia. Y es, precisamente esta fuerza que nos regenera dándonos una nueva vida, la que nos lleva a distinguir entre los saberes utilitarios y la sabiduría. Los primeros son herramientas para vivir; la sabiduría es la vida misma en su más hondo significado. No obstante, la sabiduría no representa el fin de las dudas, el descanso en la visión clara de la verdad. Pero aunque no pueda ofrecernos aquí y ahora la garantía de lo verificable, la sabiduría nos abre a la esperanza de la trascendencia como el horizonte que hace posible todo sentido. Las obras que la tradición consagra como depósitos de sabiduría, comparten el prestigio de la autoridad. Esto se debe a que la autoridad descansa en el conocimiento verdadero. Lo contrario que la verdad deba ser aceptada por la autoridad que la impone, es inaceptable. La sabiduría impone respeto por ella misma. No sin razón los maestros del hinduismo dan a los Vedas el título de textos autoritativos. Y, no por casualidad, Veda significa verdad en el antiguo sánscrito. ¿Cómo será posible en la época del descreimiento, en que los individuos han sido entrenados para moverse exclusivamente en el terreno del saber utilitario, dar impulso a una cultura de orientación espiritual? Las oportunidades para lograr la renovación de la cultura son ciertamente escasas. Hoy las preferencias intelectuales, como todo en la sociedad de consumo, dependen de una política cultural comercializada. Hemos de confiar, por tanto, en la responsabilidad personal. Encontrar al autor que necesitamos es hoy, más que nunca, odisea personalísima. El gusto por esta odisea, ajena a los intereses utilitarios prevalentes deberá mantenerse viva a pesar de todo. Cuanto hagamos por ello merecerá un testimonio de gratitud.

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