miércoles, 10 de noviembre de 2010

LA ÚLTIMA LECCIÓN PARA SU ALUMNO

Ariel López Álvarez

Al Mtro. Avelino Reyes Pech, quien como todo gran educador es ejemplo del esfuerzo de los docentes para que en cada alumno germine la mejor pintura de vida.


No acostumbro escuchar tras las ventanas. Ahora que lo pienso, si alguien me puso atención en la calle ha de haber creído que estaba medio agazapado para robar al primer intento. El escenario era justo una vetusta casa de paredes que dejaban ver las tantas capas de pintura que le habían echado encima desde su construcción, y por la que había pasado mil veces sin reparar en su presencia.
El espontáneo diálogo fue tan interesante que cuánto hubiera dado por haber tenido lápiz y papel a la mano. Sin ese recurso y sabedor de las limitaciones de mi memoria, no quiero dejar al tiempo la gracia de perderlo y aquí, ya jadeante y ansioso, escribo por la magia de un teclado, hasta el que he llegado nervioso y trastabillando, con las manos entumecidas que poco a poco se contagian de mi entusiasmo.
¿Por qué el evento me ha tocado al punto de comenzar a recrearlo desde el primer paso hasta el último de mi camino aquí? Tal vez por el misterio de su final o, podría ser, porque las actitudes irreverentes siempre me han parecido curiosas conductas que eclosionan de formas inesperadas para mostrar los portentos de la libertad individual. Ellas, son pauta para pensar que la libertad no tiene como origen ninguna elevada racionalidad, sino cuestiones más simples que subyacen en nosotros. No es mi interés generalizar sobre la personalidad, aunque algunos dan muestras de su carácter iconoclasta casi directamente proporcional al incremento de sus famas, como Dalí, en una de tantas que dio, cuando comenzó más o menos así una conferencia frente a un público ansioso de escucharlo:
-          No existe nada peor para alguien que pronunciar un discurso en público; bueno, sí existe algo peor que es, como ustedes, tener que soportar a alguien, como yo, pronunciar un discurso en público.
En principio, no sé quiénes eran los interlocutores de la historia que voy a contar. El mayor se distinguía por tener una voz fuerte y pausada, de palabras precisas que denotaban la necesidad de exteriorizar con profusión sus muy adentros pensamientos y lecciones de la vida; el otro poseía una vocecita tan aguda como inquirente, con los sonidos falsos que se emiten cuando se empieza a dejar la niñez.
Todo comenzó cuando no acababa de llegar a aquel lugar. Inmediato a su ventana que daba a la calle me sobresaltó un fortísimo golpe que desvencijaba madera y que hizo detenerme a su costado, pasos adelante. Le siguió un grito:
-          ¡Pa´su…! Abuelito de Batman, qué tienes en este cajón. ¡Déjame ver! ¿Puedo sacar cosas?
Me detuve sin mirar adentro, para alcanzar a pescar una respuesta más sonora que enérgica:
-          Ni se te ocurra tocar nada. ¡Sale bulto! A volar mocoso manos de lumbre. Tu madre no debió haberte dejado conmigo. “Moco con moco, cana con cana”, apréndetelo.
Perdí unos instantes la ilación, que tan sólo parecía contrastante por la diferencia de voces, hasta que intuí que el chavito terminaba la discusión:
-          ¡Qué es esto! ¡Órale! Está bien viejo y arrugado ¡Oye!, esto es un papel con una mancha bien poxcahui. Qué fea está, se parece a los dibujos de mi hermanita. Bueno, ella no pinta tan mal, viéndolo bien.
Aunque la calle donde me encontraba era de bajo tránsito, a veces los ruidos exteriores dificultaban la escucha. De nueva cuenta logré articular la conversación cuando capté el exhalar del que, tras una pausa, cedía a las exigencias de hablar sobre los significados y recuerdos que traen a la mente los objetos que vamos olvidando en rinconcitos de nuestra casa:
-          ¡Ay! Esa, chamaco, ha sido mi mejor pintura… Ven conmigo, te platicaré algo… Has de saber que no siempre lo mejor es lo más hermoso. Existen cosas que a ojos vistas son naderías para unos y grandes cosas para otros. Tienen que ver con lo que nos representan, su valor está en nosotros, tal vez por cuestiones afectivas o grandes lecciones de vida.
Cuando la noche comenzaba a caer me sentía un intruso de la conversación, donde ya me había ganado una butaca. Ni siquiera tuve el tiempo de mascullar nada porque el hombre elevaba su voz para continuar sin ambages:
-          Hice todo lo posible porque me inscribieran al breve taller de pintura de un artista brillante que ocasionalmente regresaba a su tierra no olvidada, sin lugar a dudas el mejor caricaturista de aquella época, “El de hirsuta pelambrera”, que fue como lo presentaron a su llegada con nosotros.
¡Ufff! Tras la ventana imaginé dibujado en el rostro del chavito un gesto interrogante parecido al mío. Se había entendido poco, o casi nada. Por mi parte, a deshoras acabo de llamar a mis amigos para indagar a quién se había referido el viejo. A veces, las grandes aficiones comienzan a partir de no saber de las cosas. Me recuerda a las anotaciones personales de un notable divulgador del conocimiento del cosmos cuando reconocía que mucho tenía que agradecer a sus grandes maestros haberlo formado; pero que su real afición por la ciencia había comenzado con las tantas veces que su madre no había sabido responder a sus preguntas.
El frío de la temporada obliga a que todo el que no tenga nada que hacer en estos lomeríos se guarde a buena hora. Esa era una razón más para estar adentro. La Eureka se me hizo presente, prendería un cigarro para que, poco a poco, empezaran a saber de mí. Hasta un buen café me podrían invitar, no me pondría difícil. Al mismo tiempo que como por arte de magia gradualmente aumentaba la intensidad de la luz proveniente del interior, busqué en mis bolsillos la cajetilla.
El chistoso abandonó las risas que no compartíamos y fue más pausado para decir:
-          En todo momento el Maestro tuvo siempre mi atención. Él dibujaba y corregía y lo hacía sin ufanías; así es que, yo dibujaba. Me parecía que él perdía toda libertad para ser esclavo de su pasión, por lo que tampoco yo me daba tiempo para comer como Dios manda. Su profunda voz la tengo presente todavía, como cuando me dijo que a estas tierras había regresado buscando, en la soledad de su casa, exhumar páginas de amor y pesar de la vida provinciana. Fraterno y amigable me prestó una de sus acuarelas en papel ilustración que revisé a conciencia, tratando de descifrar los elementos de su destreza. Sus trazos a lápiz eran verdaderamente imperceptibles a la lupa, denotaban que había habido magia en su manejo y con la goma de migajón. Untó e hilvanó su coloreado de pintura como sólo un gran artista podría hacerlo para, finalmente, ir dejando aparecer todo tipo de imágenes desde la nada; sí, de los tonos suaves a los fuertes. Bien presente tenía sus palabras de que en la acuarela lo que se pone se queda. El resultado de lo alcanzado era maravilloso. Al menos yo, gocé cada milímetro de esa obra excelsa.
Los tacones dejaron de sonar, había hecho una breve pausa en su andar. Por el chirrido suave que se produjo, imaginé que se dejó caer en algún sillón de aquellos que demandan un poco de aceite. Se escuchó con desenfado:
-          ¿Sabes por qué toda la vida te he dicho que eres un mocoso? Porque eso quiere decir que tienes las narices llenas de mocos. ¡Jajaja!
A estas alturas sentía que el frío no me dejaría terminar de escuchar la plática. Hice ruido para ver si saldrían; sin embargo, también adentro había escándalo de manoteos que se mezclaban con risas, o risas que acompañaban a los manoteos. Como nunca encontré los cigarros, me mantuve en cuclillas para reducir las partes donde se calaba el aire de invierno. No tardó mucho para reiniciarse la plática, en un tono bastante irónico y exaltado:
-          Así es que se había dado el mimetismo entre el Maestro y yo. ¡Iluso de mí! Según, la diferencia era apenas la fama de buen pintor que yo no alcanzaba como mozalbete. Ay, la vida, querido Gatopardo siciliano, si podemos vivirla muchos años, es la suma de intrincados momentos donde nos esperan infinidad de retos y, a mí, sí que me faltaban bastantes por sortear.
Aquel incesante chirrido me hizo pensar que el abuelo meditaba en la silla sin reparar en lo molesto de su movimiento. Le inquirió:
-          Ven, reyecillo, como en tus no tan viejos tiempos siéntate conmigo e imagina a mi dedo como un remedo. Primero, es una goma mágica que nos limpia esta cartulina, dejándola lista para las absorbencias de la acuarela. Después, se convierte en un lápiz que, con trazos leves, empieza a aparecer el dibujo de mi paisaje… Por este costado izquierdo deja que baje un riachuelo que se va haciendo ancho por efecto de la perspectiva. Con mi dedo de pincel pongámosle agua, tan cristalina que nos deje ver su fondo multicolor. Sí, así era mi pintura. Fija la mirada en las piedritas: tienes que ver que están dentro de este arroyo… Eso es… Ahora, el par de dedos que muevo son tus pies que ladean el agua en contracorriente. ¡Jajaja! La posición vencida de los berros nos ayudará a dar ese efecto… ¡Ah! Escucha el ulular del campo, pequeño Bugs Bunny; siente la profundidad del pasto que pisas y por el que se multiplican las miosotis en más de una tonalidad; camina sin pisarlas, por favor. No quiero que estropees nada… Acá, del centro de mi papel fabriano, tantito más a la derecha, en la ladera del monte salpicado de brujitas listas para soplarles, se encuentra una pintoresca casita de madera con techo de tejamanil. Sus tablones señorean pedazos de corteza que todavía no se han caído. Los gasparitos no nos dejan del todo verla… Más al fondo, y a los lados del hogar, empiezan a aparecer los pinos y los ilites: piénsalos ligeramente vencidos por el aire que caprichosamente choca en las montañas. Por aquí, por allá… Eso es… Huy, no te dije, pero arriba dejé estos espacios en blanco, reservados desde el principio como en toda acuarela, para que aparezcan unas preciosas nubes borrascosas que nos complementen el movimiento… ¡Caramba! ¡Qué belleza! La pintura está tan fresca como cuando terminé de introducirle las sombras. ¿No te parece?
Me pareció que fue un respiro el que se tomó para continuar:
-          En fin, chiquillo tentón, te platico que terminé la acuarela sin revisión alguna, porque era sólo mi hechura y de nadie más. ¡Cómo iba a soportar que Abundio supiera que lo que llevaba mi nombre incluiría trazos de otro! Tampoco se la enseñé a Susanita ni a mi amigo Leode. Nadie del taller la conocería antes de tiempo porque segurísimo que les serviría para inspirarse. Ah, pero eso sí, como una esponja, absorbí todo cuanto mi Maestro sin envidias me enseñó, y ningún día compartí sus enseñanzas, porque eran “mis” secretos. Por supuesto que había justificación para mi conducta: Los del curso de pintura éramos amigos, pero no de la misma laya.
La luz de adentro, tan parecida a los fulgores del sol, bajó de intensidad al unísono que el hablante:
-          Hoy en día, escuincle, puedo decirte que yo apenas era un portador irreflexivo de los conceptos de competencia que han sido torcidos cada vez más por nuestra cultura, y que se manifestaban plenos en mi persona de aquel momento. Por eso no pensaba, sólo deseaba que los demás siguieran en la ignorancia supina que permite establecer jerarquías entre individuos iguales ante la Ley; pero desiguales ante los hechos. Finalmente, hasta no me importaba qué tan bueno podía llegar a ser, sino que todos los demás estuvieran debajo de mí.
Pobre nieto aquel, a estas alturas es probable que se hallara tanto más cautivado por la pasión de las expresiones que por los múltiples mensajes que se le presentaban sin descifrar. Imagino que lo percibió el hombre juicioso, quien agregó con alegorías:
-          Y llegó el gran día, mi querido ratoncillo de campo. “El de hirsuta pelambrera” comenzó a revisar una a una las pinturas. Sin haberlo platicado, parecía que todos sabíamos que yo sería el último. Además, la mía era la única en técnica de acuarela. ¡Qué paciencia tenía el Maestro para rectificar trazos y pincelar hasta casi transformar totalmente los trabajos! ¿Por qué no les decía que volvieran a hacerlo de nuevo? ¡Qué desfachatez de Jacinto: se sentó con su pintura rehecha en su totalidad y me miró con una sonrisa de oreja a oreja! En serio que mi Maestro parecía divertirse corrigiendo.
-          ¡Tilín, tilín! Abuelito brocha gorda, sonó la campana. Llegó el recreo. Lástima, “me cae” que no vuelvo a tocar nada de tus cosas… Otro día será, ¿verdad?... Jijiji, no es necesario que me lleves a casa, yo solito conozco el camino… Te prometo que no te voy a cobrar por el tiempo que te he servido de “sparring”, nada más prométeme que no volverás a tocar el tema, eh… “Abue”, ¿a poco estás triste? “Uta”, pues qué te dije de malo.
-          Nada mi pequeño pitufo, son los recuerdos que me caen cual balde de agua fría. Esta vieja y sucia cartulina, que ahora tengo la oportunidad de volver a mirar, fue la acuarela más perfecta que yo haya creado, aunque le faltaba algo. Sabrás que para entonces había yo pintado tanto que creía que su perfección no era una casualidad: resumía mis tesoneros esfuerzos de años. Desde que tenía memoria había yo dibujado y pintado. Además, mi pulso se encontraba en el mejor de sus momentos y mi dominio de la técnica era superior al de cualquiera… Mas la obra artística, mi querido xocoyote, debe tener algo que la haga trascender.
-          ¿Entonces, qué pasó? ¿Por qué esa mancha?
-          Mi Maestro me había enseñado lo que podía hacerse con los pinceles. Verás, finalmente, pasé al frente para mostrar mi obra. No se la abrí a él, sino a todos. Él no merecía más atenciones que los demás. Años después, al recordar la escena, caí en la cuenta de que en primera instancia él no había mirado mi pintura sino mis ojos, los que a su vez hurgaban en los de los demás. Yo no había tenido tiempo para él, porque sólo contaba con un breve momento para grabarme las expresiones de los que contemplaban mi acuarela. Sólo serían unos instantes los que se eternizarían en mi memoria.
-          ¿Pues qué pasó?
-          Después de deleitarme, hasta el punto de sorber cada una de las miradas, volteé a ver a mi Maestro. Ese fue el encuentro de las nuestras: La mía altiva y la suya pasiva; la mía perspicaz y la suya sin expresión; la mía aguda y la suya, tal vez, la de un pintor que se expresaría con grandilocuencia de las sublimes pinceladas que tenía delante… En la batalla de jóvenes talentos aceptaría yo los reconocimientos que fueran. A todos les contestaría: muchas gracias… ¡Sí, la sencillez de mi comportamiento, para la grandeza de mi obra también debería ser de admirarse! Toda esa escena la tenía planeada, mi querido melindroso.
-          Oye, bababuelito, ¿no será que el problema de Van Gogh era que tenía orejas como las tuyas?
Se daban las risas adentro. La mía, una complaciente sonrisa a la sonoridad.
No soporté más la curiosidad de conocer a los protagonistas. Con dos pasos me abrí en forma de cuchilla hasta la esquina de la enlosada acera. El ángulo permitiría alcanzar con la vista parte del escenario que me lo imaginaba lleno de pinturas, retratos y espejos de finos marcos adosados; probablemente había una mesa de caoba al centro y, al lado del sillón reclinable, una manta de lana multicolor que se dejaría caer sobre uno de sus brazos de madera. Las sillas estilo provenzal armonizarían con todo el interior. Sin embargo, miré que nadie había por donde alumbraba la luz que empezaba a languidecer. Me consolé pensando que nada estaba en el ángulo que podía alcanzar mi vista. Para acabar de descompletar mi cuadro, en la única esquina visible se ausentaba una imaginaria mesita de hierro. Sí, nada a la vista en lo poco que podía ver, ni siquiera la pared contaba con paneles de madera decapada que harían más acogedora la estancia. Ni modo, seguramente todo era más sobrio de lo que había aventurado.
Volví a recargarme en la humedecida pared. La neblina tendía su manto y se comenzaba a percibir el olor a jazmín. El suéter de petatillo servía como esponja de agua y la mezclilla no mantenía el calor de mis piernas. Me inundó un sentimiento extraño de orfandad por la extraña situación que, de nervios alterados por el tiempo inclemente, me arrancó un gesto descompuesto que se generalizó hasta hacerme tiritar todo el cuerpo.
Continúo el relato:
-          El Maestro tomó mi pintura y con paternal afecto me palmeó. Giró con parsimonia sobre sí para alcanzar el depósito de agua donde se enjuagaban los pinceles y vertió cuidadosamente un chorrito hasta cubrir la cartulina. Las yemas de sus dedos hacían tornos por doquier hasta desaparecer cualquier trazo. Tuvo la irónica cortesía de quitarle el exceso de agua para que no me manchara. Luego, me dijo con voz argentada: “Así está mejor. Creo que no estaba mal; pero le faltaba alma”.
¡Me paré como cuando se suelta un resorte! Sin miramientos me asomé a la ventana. Aunque el fulgor me cegaba, emocionado comencé a disculparme por haber estado a la escucha. No pude continuar porque de pronto me aventó lejos del paramento una potente energía proveniente del interior que me hizo rodar varios metros por la calle. Espantado, me hice más atrás. ¿Dios, cuál sería el destino de aquellos dos?
La niebla era impresionantemente densa. El fulgor había desaparecido y ni siquiera se alcanzaba a distinguir la ventana con claridad. Creo que les gritaba y, sin esperar a que nadie llegara, corrí para brincar la ventana. Me encontré en una habitación oscura y tibia. Desesperé porque mis ojos no alcanzaban a distinguir los objetos. A tientas empecé a desplazarme y busqué asirme de los muebles. Grité a todo pulmón: “¿Están bien? ¿Por dónde? ¡No veo nada!
Al fin llegué a tocar algo duro con mis nudillos, que tronaron dolorosamente. Sin embargo, una inercia embravecida que me dominaba hizo que mi cara se estrellara contra una pared, para quedar mi oído como auscultando el pecho de una persona. Recuerdo que ese muro guardaba la humedad del agua de cantera, aunque tan cálida como aquella que añora uno tocar en estos invernales días.
Cuando pude sentarme, elevé la vista para ser bañado por el rocío y la claridad de la noche que, a pesar de la niebla, ya entraban en ese cuarto vacío y ausente de tejas. Entonces fue que el entreverado reflejo de la luminosidad en la niebla me dejó más confuso y descompuesto, y es que ahí no había nada ni nadie.

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