miércoles, 10 de noviembre de 2010

La educación sin afecto

Elizbeth Vergara Zúñiga

El texto de Luis Carlos Restrepo: “El derecho a la ternura” da pauta para una serie de reflexiones sobre la importancia de las emociones y la sensibilidad en la vida diaria y particularmente en los procesos educativos.
Ternura es la cualidad de tierno y tierno en el contexto de este libro significa afectuoso, cariñoso y amable. El autor extiende el concepto a diversos ámbitos del quehacer humano cuando expresa  que “Más que una atribución de género la ternura es un paradigma de convivencia que debe ser ganado en el terreno de lo amoroso, lo productivo y lo político, arrebatando, palmo a palmo, territorios en que dominan desde hace siglos los valores de la vindicta, el sometimiento y la conquista”.[1]
Se afirma que la división que se ha hecho entre lo público y lo privado ha generado una marginación de actos sensibles que ocurren en lo privado y que no pueden ser trasladados a lo público, ignorándose que precisamente es en la privacidad donde se estructura lo que se hará público y por ello perdiendo las dimensiones más humanas a la hora de aplicarse en el medio social.
El derecho a la ternura está adscrito al campo de la estética social, al campo sensible de lo social. No debe confundirse con un derecho instituido en leyes o normas ya que si esto ocurriera se degeneraría el sentido original que el autor imprime a sus argumentos. En el campo educativo propone una educación en valores articulada al campo de la estética, pugnando por una educación del gusto y la sensibilidad.
Lo anterior me recuerda la pregunta que realizó un acucioso maestro a sus oyentes en una conferencia sobre investigación educativa, simplemente les dijo: para iniciar esta plática vamos a ponernos de acuerdo en para qué van los niños a la escuela, alguien me puede decir ¿para qué van los niños a la escuela? Las respuestas no se hicieron esperar: para aprender, para comprender, para ser más inteligentes, para prepararse para la vida, para conocer su realidad, entre otras. No, les dijo, los niños van a la escuela para ser felices, todo lo que dijeron es cierto, pero todo eso debe servir finalmente para que sean felices en su vida.
 Sin embargo, la escuela está plagada de rutinas, costumbres y métodos que no precisamente la hacen un sitio adecuado para la felicidad, por el contrario, se convierte en campo de concentración donde los niños son vigilados, corregidos, disciplinados y todavía en muchas escuelas de este país son golpeados haciendo propia y vigente la famosa frase de que “la letra con sangre entra”.
Se afirma en este texto que el aprendizaje está imbuido de una carga sensorial importante que ha sido descuidada: “El aplastamiento de la singularidad queda patente en la incapacidad de la escuela para comprender la existencia de modelos divergentes de conocimiento, en su obsesión por el método y la nota, en la incapacidad para captar los tintes afectivos que dinamizan o bloquean los procesos de aprendizaje. La escuela se muestra resistente a aceptar que la cognición está cruzada por la pasión…”[2]
Sin embargo me parece que el autor es extremista en algunas propuestas sobre el uso de los sentidos, por ejemplo, dice que las aulas están diseñadas para una comunicación viso-auditiva que sirve de soporte al ejercicio de la lectoescritura, excluyendo el tacto y el olfato del proceso pedagógico con lo cual se niega la posibilidad de fomentar una intimidad y cercanía afectiva con el alumno, perpetuándose una distancia corporal que afianza la posición de poder del maestro. En este caso considero que siendo sentidos que efectivamente desatan aprendizajes complejos, y de alguna manera participan en los procesos de enseñanza aprendizaje, no tenemos noción de cómo insertarlos en los diversos contenidos de los programas educativos, ni sabemos cuál es el efecto diferencial en las distintas disciplinas del conocimiento.
Considero que el afecto y la sensibilidad son factores que el maestro si puede manejar en el aula, permitiendo que los aprendizajes sean más amables en ambos sentidos, ya que también los alumnos tienen rasgos de intolerancia y agresividad que pueden dañar a los maestros, sobre todo en las edades en que los niños se convierten en púberes y la personalidad y los valores tienen cambios sobresalientes en sus comportamientos. Asimismo, el clima escolar en general va a depender de los responsables de la dirección, ya que las indicaciones y el trato del personal directivo tienden a inducir variaciones en sus conductas y en el acercamiento a sus alumnos. Existen escuelas, por ejemplo, donde el maestro tiene prohibido hacerse amigo de los alumnos.
Expresa el autor que “La escuela es violenta cuando se niega a reconocer que existen procesos de aprendizaje divergentes que chocan contra la estandarización que se exige a los estudiantes. Habrá violencia educativa siempre y cuando sigamos perpetuando un sistema de enseñanza que obliga a homogeneizar los niños en el aula, negar las singularidades, a tratar a los alumnos como si tuvieran las mismas características y tuvieran por eso que responder a nuestras exigencias con iguales resultados”.[3]
En el caso de los maestros también debemos observar que no son máquinas de cariño ni monolitos de afecto, también son personas vivas y tienen sus propias características y problemas que deben superar día con día. Particularmente, el trato con grupos numerosos  de niños o jóvenes complica la posibilidad de conocerlos a todos y establecer con ellos lazos afectivos.
No obstante esa crítica acérrima para el sistema educativo, se deben reconocer los cambios que han sufrido en nuestro país los planes y programas de estudio de la educación básica (preescolar, primaria y secundaria) no sólo en contenidos sino también en el método de enseñanza. Al maestro se le considera un facilitador del aprendizaje. Esta reforma tiene como eje central el enfoque de aprendizaje por competencias , en el cual a manera de ejemplo, las competencias para la convivencia implican : relacionarse armónicamente con otros y con la naturaleza ; comunicarse con eficacia; trabajar en equipo; tomar acuerdos y negociar con otros; crecer con los demás; manejar armónicamente las relaciones personales y emocionales; desarrollar la identidad personal y social; reconocer y valorar los elementos de la diversidad étnica, cultural y lingüística que caracterizan a nuestro país, sensibilizándose y sintiéndose parte de ella a partir de reconocer las tradiciones  de su comunidad, sus cambios personales y del mundo.
Asimismo, se contemplan cuatro campos formativos de la educación básica: lenguaje y comunicación, pensamiento matemático, exploración del mundo natural y social, y desarrollo personal y para la convivencia, incluyéndose en este último formación cívica y ética, educación física y educación artística.

Por ello considero que si bien la crítica hacia la frialdad, la violencia y la falta de afecto y cariño en la educación tiene una parte constructiva, ya que ayuda a reflexionar sobre el quehacer educativo, también se debe reconocer que los esfuerzos que se hacen en nuestro país por mejorar la educación apuntan hacia lo que en la propia Ley General de Educación se denomina “formación integral del individuo”, concepto que incorpora ciertamente aspectos relacionados con los valores y con el campo afectivo en la relación maestro-alumno.




[1] Restrepo, Luis Carlos. El derecho a la ternura, Arango Editores, Océano, México, 1997, p. 10.

[2] Restrepo, Luis Carlos. Op. Cit. p. 31.
[3] Íbidem, p. 68.

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