miércoles, 10 de noviembre de 2010

La construcción de la identidad nacional a partir del consumo de la radio en el México Posrevolucionario.

Ohtli L. Enríquez González


John Womack, al iniciar su clásico sobre la Revolución Mexicana, señala que su trabajo versa  “acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución”[1]. Después del tortuoso itinerario ‘esos campesinos’ lo lograron mediatamente. No obstante,  con el pasar de los años, el estado que sentó sus bases durante la segunda mitad del siglo XIX necesitaba unificar a un pueblo extremadamente heterogéneo y con proyectos de vida completamente dispares. De ahí que una vez calmadas las aguas, los regímenes posrevolucionarios se preocuparan por unificar a ese gran pueblo para otorgarle, gradualmente, el carácter de ciudadanos con un imaginario compartido y por ende, inmersos en un mismo sistema político y económico.
Para comprender lo que tradicionalmente se ha conocido como periodo de ‘institucionalización del Estado’, es preciso referirse en forma tangencial a la idea de Estado bajo los parámetros vividos en el país a partir de la década de 1920. De acuerdo con Samuel Alapizco Jiménez: “El Estado representa un mecanismo para la articulación de relaciones sociales dentro de una estructura compleja de relaciones de poder que pueden ser congruentes entre sí, en unas ocasiones, y contradictorias en otras.  El resultado de esto son variaciones considerables en la relación entre el Estado y la sociedad civil, y la situación se complica aún más por la constante presencia de fuertes presiones internacionales.”[2]
Bajo esta perspectiva de análisis el Estado mexicano es aprovechado por una élite que se encumbró en el poder, pero también es producto de una enmarañada lucha de aspiraciones políticas y económicas en donde subyace un sedimento cultural. Lo cierto es que en la dinámica estatal se inmiscuyen los anhelos de una sociedad civil multiclasista. En el escenario público entraron abruptamente actores sociales como los obreros industriales, los burócratas estatales o los miembros de la clase media. Todos formaban parte del desarrollo urbano-industrial, pero dependientes del Estado para la satisfacción de sus demandas y anhelos. De la misma manera el Estado se vuelve un reclamo de esta sociedad que necesita ser ‘atendida’ en cuanto a organización, seguridad, administración jurídica, civil, financiera y de servicios (por citar algunas funciones). Especialmente cuando la sociedad mexicana sale de un violento trance que le costó millones de vidas humanas y la parálisis de gran parte de su sistema económico.
Durante el gobierno del presidente Cárdenas se activa la mayor parte de las reformas revolucionarias que habían permanecido congeladas; en particular, se hace mucho énfasis en la Reforma Agraria, poco exitosa en el ámbito económico, por cierto, pero con una enorme significación. En el transcurso de este primer sexenio se construyó la base institucional de la política macroeconómica, comercial, industrial, agrícola y minera de las décadas siguientes,  mediante la expedición de nuevas leyes, la reglamentación de las ya existentes, la organización del aparato estatal encargado de aplicarlas y de fomentar el desarrollo económico del país. Con Manuel Ávila Camacho inició la construcción de las instituciones más importantes de la política social del Estado mexicano, que sirvieron también para apoyar la industrialización del país y consolidar la transición hacia un país predominantemente urbano, según el discurso oficial transmitido por las emisoras oficiales. El cronista Gutierre de Tibón agrega “Bajo la presidencia del general Manuel Ávila Camacho se empezaron a usar, por primera vez en la historia, medios de control social que nunca se habían usado en otros países. Entre éstos, resalta el sistema de repetición radiofónica de frases sugestivas o lemas, lo que los norteamericanos llaman ‘slogans’ o sea gritos de guerra. Y fue en efecto una guerra, pero una guerra de las más nobles, la que en tal forma se ha venido haciendo a los malos instintos del hombre, a la ignorancia, a la miseria (…) Estas sugestiones ahorraban todo esfuerzo de pensar, comparar y escoger (…) La voluntad del subconsciente del público estaba dominada por grandes empresas industriales, aliadas a las estaciones radiodifusoras”[3]
A pesar de que tal campaña publicitaria en México comienza con el ‘jefe máximo’, pasa por Cárdenas y se consolida con Ávila Camacho, en Europa ya se había hecho presente tal fenómeno con las campañas ideológicas de Hitler para la promoción de su Tercer Reich. Para estos años surge aquella famosa frase creada por el político y doctrinario del partido Nazi Paul Goebbels, que reza: ‘una mentira repetida mil veces se vuelve verdad’. En algunas ciudades Norteamericanas también se llevó a cabo tal promoción, sólo que desde el margen comercial.

La necesaria construcción de un Estado nacionalista.
Como se ha podido ver, la idea del gobierno posrevolucionario consistía en edificar una Nación sobre la base de la reivindicación, rescate y ponderación de la riqueza y diversidad de las regiones y el fortalecimiento de un Estado que por más de una década estuvo perdido. Para hacer girar los engranes de todos los sectores productivos del país y manifestar de una vez por todas la pacificación de todo el territorio, las élites cultas y los medios de comunicación (el cine, el periódico y principalmente la radio) se dieron a la tarea de crear una atmósfera común a todos los ciudadanos, donde la familiaridad fuera el ancla de las disparatadas modas introducidas desde la frontera norte con los elementos típicos de la cultura indígena y mestiza.
A ello se le llamó Nacionalismo. Para Ricardo Pérez Montfort “El nacionalismo funcionaba así como una reivindicación del presente, resultado de la búsqueda interna en el pasado remoto, pero con la justificación de la construcción de un futuro para todos”[4] Por su parte, Fernando Vizcaíno Guerra retoma algunas ideas de  Hans Kohn en su artículo “Nacionalismo, estado y nación” para expresar como “el nacionalismo se vale de los más viejos y primitivos sentimientos, como el aprecio a la familia y al lugar de nacimiento. Pero estos sentimientos no forman por sí mismos el nacionalismo. Corresponden a ciertos hechos –territorio, idioma, descendencia común, folclor– que también encontramos en el nacionalismo. Pero aquí se transforman del todo, se impregnan de nuevas y diferentes emociones y encajan en una contextura más amplia”[5]
En estas dos concepciones el común denominador es el apego al terruño y el asiento que la memoria histórica ofrece al individuo como tierra conocida del cual parte para ser y hacer. En los años de 1920 a 1950 el país vive un periodo de autoconocimiento –según Pérez Montfort- que inicia en el régimen Obregonista y se robustece con Miguel Alemán Valdés; en el proceso se exploran las corrientes autoafirmativas emergentes, primero con José Vasconcelos, y después retomando elementos del nacionalsocialismo europeo y latinoamericano.[6] En el arduo viaje por encontrar una verosímil representación cultural nacional se pusieron a concurso las diversas estampas folclóricas regionales y locales, sacrificando las más y definiendo a partir de una estrategia reduccionista a los héroes célebres, la música tradicional y los estereotipos culturales, sobre los cuales abundaré abajo; así como una importantísima carga de valores morales sobre el deber ser del mexicano. “El nacionalismo pretendía concebir al pueblo mexicano como autor de sí mismo a partir de una reinterpretación de su pasado, de su actuar en el presente y de su proyección hacia el futuro”[7]
En muchos países latinoamericanos, quizá a causa de la tradición autoritaria y centralista colonial o por la pobreza de la provincia y los pueblos indígenas, el nacionalismo fue (y sigue siendo) un instrumento casi exclusivo del Estado. Incluso se encuentra como una de sus funciones primordiales, porque necesita favorecer la gobernabilidad, el entendimiento, la unidad y los símbolos de la identidad compartida entre los miembros de la comunidad política de acuerdo a los intereses del grupo en el poder. Los usos nacionalistas de la memoria colectiva imaginan la nación como un ser eterno, cuyas partes se mueven uniformemente. Para la década de 1930 la nación puede  entenderse de dos formas contradictorias: por un lado se utiliza el estandarte de la ruptura histórica, de las cenizas que dejó la Revolución ‘nace’ una nueva sociedad democrática, progresista e incluyente; por otro, la nación puede ser vista como la continuidad de todo un modelo político, económico y social heredado desde el triunfo liberal en el siglo XIX. 
El nacionalismo se vale de la invención de la conciencia histórica a partir de un constante retapizado de la memoria social mediante los actos oficiales y la información transmitida en medios de comunicación. Tal política se hace evidente en el ‘Reglamento de las estaciones radioeléctricas, comerciales, culturales, de experimentación científica y de aficionados’ puesto en marcha el 1 de enero de 1937, en el artículo 24 del segundo capítulo se puede leer: “Todo programa deberá contener por lo menos un 25% de música típica mexicana.”[8] Lo cual evidencia una acérrima lucha por interiorizar en la mente del mexicano un amor a su país en razón de sus manifestaciones culturales.

La radiodifusión, nexo entre estado y pueblo.
El discurso creado por las élites revolucionarias para justificar su proyecto político además intenta moderar el conflicto social. Al respecto, los programas radiofónicos actúan como mecanismos de control que fijan las imágenes patrioteras, conducen la solidaridad de grupo, asignan roles y contienen la anomia, retomando conceptos del funcionalismo Durkheimiano. Además, la radio estimula la imaginación de las personas, su condición de instrumento auditivo le concede la propiedad de sugerir pensamientos, recrear situaciones, interiorizar de manera muy personal el sonido. Desde la segunda y tercera década del siglo XX, este medio habló de las ciudades, las representó y fue útil para que los migrantes recién llegados por el puerto conocieran los usos lingüísticos y las noticias, la publicidad y las formas de expresar los sentimientos en la vida urbana. Sin la radio, escribieron Carlos Monsiváis y Martín Barbero, no se hubieran formado naciones capaces de integrar modos de hablar de naciones diferentes, ni hubieran tenido éxito los líderes populistas que la usaron para comunicarse con todas las clases sociales. A raíz de esta dinámica se visualiza la forma en que la radio funge como un sustituto de los procedimientos ‘normales’ de representación y consideración del interés público, pues sugiere y contamina. La radio genera la imagen hablada del mundo, cómo se escucha es. Como bien expresa el argentino Néstor García Canclini: “Los medios construyen a sus espectadores y, en la medida en que quieren jugar a ser esfera pública, configuran modos simbólicos, mediatizados de ser ciudadanos. De forma práctica traduce la complejidad de los problemas públicos que otras instituciones ya no pueden transmitir por su falta de credibilidad.”[9]
Por citar un ejemplo, el programa de la Hora Nacional (aún vigente) sirvió como el principal medio adoctrinador que colmó los corazones de varias generaciones de hombres, mujeres y niños que gradualmente se transformaron en ciudadanos mexicanos. Las estaciones de toda la república se encadenaban para dar información sobre diversos temas y de paso presentar parte de la vida y obra de ilustres mexicanos. De igual manera, es preponderante recalcar que el nacionalismo no sólo es una imagen que el Estado emplea sino, también, que el pueblo reclama para integrarse al juego nacional y sostener una identidad frente a los distintos países. Para Salvador Novo “En verdad sólo de ella [la radio] podemos esperar una unión definitiva y socialista, sin fronteras, a través del espacio. No ya del Bravo hasta el Suchiate, sino de polo a polo a través de la tierra.”[10] El anhelo estatal finalmente se fusionó con las expresiones culturales que rápidamente encontraron un centro hacia la década de los años cuarenta, sobre todo después del aviso de expropiación petrolera que el gobierno cardenista hizo a las compañías extranjeras. Acontecimiento político que de una vez por todas catapultó la unidad nacional frente a un enemigo común.
 Por otro lado, además de la Hora Nacional las radionovelas interpretadas en muchas ocasiones por actores del ‘teatro de carpa’ exhibieron innumerables enseñanzas morales y éticas sobre el comportamiento y las buenas maneras de una época bucólica. Pérez Montfort apunta, “con una intención pedagógica, que a veces se antojaba más subliminal que consciente, los radioteatros escenificaban auditivamente el deber ser de esa familia ideal que comerciantes y productores querían mostrar a los consumidores.”[11] Así, la radio integró a las familias (normalmente madres e hijos) en sus salas en torno a las novelas trasmitidas preferentemente por la XEW a todo el país, propiciando la integración, convivencia y unidad.
Carlos Monsiváis señala que desde la década de 1920 se solidifica una ‘cursilería urbana’ destinada a las nacientes clases medias. Su lugar de expresión es la canción romántica muy cercana a la poesía,  música que induce a la sensualidad, la perversión e incluso el cambio de la moral sexual.[12] Otro síntoma de ello es el inicio de una ‘vida nocturna’ que ve florecer teatros y salones de baile. Incluso la XEK realiza transmisiones nocturnas a control remoto desde los más importantes cabarets de la ciudad  de México.[13] Nuevamente aquí se observa un cambio en las rutinas con el incremento de ofertas de entretenimiento, lo cual lleva a una progresiva modificación en la percepción de la realidad. A su vez, la empatía surgida entre el auditorio y estas biografías colectivas a ritmo de bolero o música ranchera  construye ese idioma público que identifica al pueblo y lo hermana con sus emisoras; “el folklorista norteamericano Alan Lomas afirma que: la primera función de la música, especialmente la de la música-folk es producir una sensación de seguridad en el escucha reconociendo el eco y las cualidades particulares de una localidad y de su gente.”[14] La seguridad que produce la melodía típica mexicana y esa música que habla de aquél presente es la de una semejanza en común, de una identidad nacional.  En este sentido, la idea sobre lo considerado Folk la expresa muy bien Néstor García Canclini cuando señala como “lo Folk es visto, como una propiedad de grupos indígenas o campesinos aislados y autosuficientes, cuyas técnicas simples y poca diferenciación social lo preservarían de amenazas modernas. Interesan más los bienes culturales –objetos, leyendas, músicas- que los actores que los generan y consumen. Esta fascinación por los productos, el descuido de los procesos y agentes sociales que los engendran, de los usos que los modifican, lleva a valorar en los objetos más su repetición que su cambio.”[15]
Al construirse el idioma público mexicano se incorporan rasgos despectivos y llanos de lo folclórico, privilegiándose una lírica y sólo captando a la sociedad de masas como receptáculo de un universo cultural en el cual el propio hombre no ha sido tomado en cuenta. A la par de las campañas de ‘educación socialista’, el muralismo mexicano, los intentos de democratizar la cultura y a  raíz de estos fenómenos de recepción señalados, se gestan ciertos modos, formas de pensar y comportamientos predefinidos que el mexicano adopta a pesar de ciertas resistencias. Esta imposición de categorías simplistas que se perpetúan y resignifican de acuerdo con la orientación cultural y política en boga, se designan como ‘estereotipos culturales’. Síntesis de las características anímicas, intelectuales y de imagen aceptadas o impuestas, de determinado grupo social o regional. Manifiestas en gran cantidad de representaciones, conceptos y actitudes humanas, desde el comportamiento cotidiano hasta las más elaboradas referencias al Estado nacional.[16]
Los espacios festivos donde se expresa la cultura popular son los clásicos generadores de representaciones estereotípicas. Para el periodo posrevolucionario los estereotipos culturales que surgen y comienzan a  reproducirse son el del ‘macho mexicano’, identificado con el charro jalisciense y más tarde sobreexplotado por el cine de los años 40s y 50s, ya sea como el elegante caporal de talante porfirista o como el bruto revolucionario. La sumisa y abnegada mujer mexicana representada por la china poblana, y muchos otros como el indio, la raza de bronce, los respectivos estereotipos regionales, el águila, la serpiente o el mariachi.
El consumo cultural se abre caminos en todo momento y no sólo con el nacimiento de un tiempo de ocio, pues dadas las condiciones en que la radio se desenvuelve, el bombardeo comercial es constante y se amolda a sus distintos públicos. Conforme se sucedieron los años, la oferta y la publicidad se multiplicaron para promocionar nuevos productos, muchos de ellos norteamericanos. Sin embargo, es pertinente señalar que el auditorio progresivamente generó un gusto compartido y diseñó tácticas de recepción participativa en la que no sólo recibió, sino también aportó “algo” en la construcción de esa identidad. Con esto surge una estrategia selectiva de apropiación y rechazo. Según Michel de Certeau, a una especialización de la producción le sigue una especialización del consumo. A una producción “racionalizada, tan expansionista como centralizada, ruidosa y espectacular, corresponde otra producción (calificada de consumo), astuta, dispersa pero que se insinúa por todas partes, silenciosa y casi invisible, ya que no se destaca con productos propios sino por su modo de emplear los productos impuestos por un orden económico dominante.”[17]
Sin embargo, a esos “consumidores selectivos” se impone una oferta manipulada y servil, ya sea a los intereses gubernamentales o a los nacientes monopolios de las telecomunicaciones. Por tanto, los “diferentes discursos” en realidad sugieren la creación de una misma representación. David Morley[18] lo conceptualiza como “Polisemia Estructurada”, la cual refiere que la aprehensión de un determinado abanico de sentido por los individuos ya está prefabricado y predispuesto, a pesar de lo cual se experimenta la individualidad. Esta “orientación” que de entrada ya preseleccionó los contenidos a difundir es captada por los diversos grupos sociales en función de sus marcos de sentido y el fondo cultural acumulado a lo largo de la gran “historia nacional”. Referencias compartidas que fungen como memoria colectiva y que se materializa en el lenguaje, en los sistemas de creencias y de valores, las fiestas e incluso las instituciones.

Algunas conclusiones.
Con la construcción-afianzamiento de un ideario de imágenes nacionales, se esboza una sociedad civil, a la cual se suma el origen del concepto ‘opinión pública’. Este último surge para dar explicación a una serie de fenómenos en torno a las sociedades masivas, preferentemente por aquellos que involucran cierto grado de conciencia en común respecto a una situación dada. Actitudes y tendencias hacia sucesos, circunstancias, ideas y experiencias de interés mutuo. Información encauzada por distintos canales y formas de expresión entre las que se encuentran todos los medios de comunicación y para este caso en particular, la radio. A partir de 1930 la opinión pública es focalizada para emitir juicios de valor e informar sobre el estado social ante algún acontecimiento. La opinión pública salta a la escena como la voz de todo un conglomerado de sujetos en una época y en un lugar, es la capacidad que los núcleos medios y bajos adquieren para participar en los debates sociales, políticos o económicos. El Estado rápidamente los absorbe y pronto se vuelven el factor que legitima sus intereses.
Los inicios de la radio acompañaron este despertar de las muchedumbres, convertidas a marchas forzadas en grupos urbanizados, supuestamente partícipes de la vida social. Uno de los mayores aciertos del México posrevolucionario fue la unificación de los distintos grupos y clases respecto a un imaginario de “lo mexicano”. Resignificó elementos tradicionales con las modas en boga, tras de lo cual echó a andar una fuerte campaña de convencimiento sobre las virtudes de la Revolución y la lógica de su proyecto modernizador (¿inspirados en Goebbels?).  Así, la resistencia al cambio a la que se refiere Womack se mantiene, ya no mediante la defensa de tierras, sino con la contención del bombardeo ideológico.  Expresión de la tensión entre los que tienen y los que no, los cuales se oponen a ser sojuzgados. Si los medios vedan espacios a la verdadera opinión pública y se limitan a reproducir el discurso oficial, entonces a cien años del inicio de la Revolución, estaríamos hablando de un fracaso.




[1] Womack Jr., John (2004), Zapata y la Revolución Mexicana, 26ª ed., Siglo XXI, México.
[2] Samuel Alapizco Jiménez. “Análisis del estado capitalista: la crisis del capitalismo desde la perspectiva de la reforma del estado de México”, disponible en línea el 22 de julio de 2008:
[3] Fuentes, Gloria (1987),  La Radiodifusión, Secretaría de Comunicaciones y Transportes, México, pp. 90 y 91
[4] Pérez Montfort, Ricardo (2000), Avatares del nacionalismo cultural. Cinco ensayos, CIDHEM, México, pp. 40
[5] Vizcaíno Guerra, Fernando (2003), “Nacionalismo, Estado y Nación”; en Revista Colombiana de Sociología, Núm. 20.
[6] Anna, Timothy, et. al. (2001), Historia de México, Crítica, Barcelona.
[7] Pérez Montfort, Ricardo. Op. Cit. p. 73
[8] Archivo General del Estado de Veracruz. Caja 1167 316/0 1944.
[9] García Canclini, Néstor. “Ciudades y ciudadanos imaginados por los medios,” en Perfiles Latinoamericanos. Núm. 9, año 5, diciembre de 1996. FLACSO, México.
[10] Novo, Salvador (1964),  “Radio-Conferencia sobre el radio”; en Toda la prosa, Empresas editoriales S.A., México, p. 24
[11] Pérez, Montfort Ricardo. Op. cit. p. 112
[12] Monsiváis, Carlos (1977), Amor perdido. ERA-SEP, México.
[13] Mejía Prieto, Jorge (1972). Historia de la radio y la T.V. en México, Octavio Colmenares Editor, México.
[14] Pérez Montfort, Ricardo. Op. cit. pp. 32
[15] García Canclini, Néstor (1990), Culturas híbridas, Grijalvo, México, pp. 196-197
[16] Pérez Montfort, Ricardo. Op. cit. p. 16
[17] Mattelart, Armand y Michèle Mattelart (1997), Historia de las teorías de la comunicación, Paidós, Barcelona,  p. 105
[18] Morley, David (1996), Televisión, audiencias y estudios culturales, Amorrortu editores, Buenos Aires.

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